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Cánceres anónimos


Hoy he conocido a una persona con cáncer.

Ya no es alguien demacrado, con ojeras y calvo, pero en su día fue algo parecido, o peor. Ahora se está recuperando, se encuentra en la fase final de la rehabilitación, y me lo comenta con una sonrisa en los labios y un tono de despreocupación que me aturde ante la consistencia de la noticia. Dentro de muy poco, solo le quedará una serie de revisiones de rigor cada varios meses que nada tendrá que ver con la larga tortura que me ha contado y que, a pesar de la naturalidad de sus palabras y la alegría de su tono (dejando claro que las ha pasado muy putas), me ha dejado con el pecho sumamente encogido.

Sin saber lo que tenía, yendo médico tras médico, y todos sin tener ni idea, por medio país, pasaron dos años. Dos años de incomprensión, de lucha, de superación, de insomnio, de terrible supervivencia. Dos años adolescentes, dos años que no se merece ningún ser humano, y menos a esas edades. Parte de su juventud robada y tirada al vertedero.

Hasta que no se puso de manifiesto un auténtico síntoma físico, toda explicación se iba hacia el «estrés doméstico». Razonamientos vagos e injustos. Tuvo que ponérsele un bulto del tamaño de un trolebús en la garganta para llegar a alguna conclusión. Resultado: quimioterapia. Cinco sílabas que dan pánico. «Mamá, lo único que no quiero es que se me caiga el pelo». Se le cayó. Radioterapia. Suena menos impactante pero la misma mierda es. Un año más de doble vida, de sufrimiento, de constancia, para llegar a ser una persona completamente normal.

A pesar de todo, nunca dejó de intentar llevar una vida corriente, aunque a veces las circunstancias, como tener fiebre cada 15 días durante una temporada, le dejaran apenas con posibilidades para seguir adelante como los demás, sobre todo dándole ellos de lado en vistas de su deplorable situación, que ya hay que tener maldad y desconsideración. Y aún así, trata el asunto como una etapa más, jodida pero que forma parte de su ser y que, «quieras que no, es una experiencia», declara, mientras le miro con ojos como platos asimilando el relato y su optimismo.

Admiro profundamente su fortaleza y me doy cuenta de un aspecto muy interesante, curioso y algo triste de mi existencia: la completa ignorancia en torno a verdaderos problemas que no paran de rodearme en cientos de sujetos anónimos. Sucesos, enfermedades, tragedias ficticias en cine e inesperadamente reales, que llegan un día de repente y me desmontan cual castillo de naipes la perspectiva de una persona, de la gente y del mundo.

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