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Lo que me queda por vivir, de Elvira Lindo

Elvira Lindo Lo que me queda por vivirEsta novelita ha sido especialmente interesante no por la historia en sí, sino por las profundas reflexiones que la protagonista va lanzando disimuladamente a la mente del lector como quien no quiere la cosa. Y por «profundas» no pretendo que entendáis largas ni engorrosas ni especialmente rebuscadas, sino acertadas, directas, iluminadoras. Planteamientos de cosas cotidianas por las que todos pasamos sin ponerle nombres concretos ni intentar canalizarlos con palabras, y que se quedan en el saco de las experiencias sin siquiera ser analizados.

Pues esto es lo que haría la joven narradora de la trama: hablar, contar, exteriorizar. Cedernos todos y cada uno de sus pensamientos y anécdotas a lo largo de una existencia considerablemente intensa incluso en su sencillez, y actualmente tortuosa a raíz de la ruptura con su marido pero a su vez influida por muchos más factores, con frecuencia relacionados con la relación entre ella y las personas que la rodean o la rodearon en el pasado: su hijo, sus padres, su tía, amigos, amantes…

No recomiendo leerla desde el punto de vista de una historia como tal (inicio-nudo-desenlace), sino como una sucesión de recuerdos e impresiones mezclados de manera caótica dentro de su orden. Recalco esto porque he de reconocer que llegó un momento en el que me impacienté a la espera de algún giro o suceso que «animara» el asunto, me daba la sensación de que el libro estaba hecho a base de relatar historietas cual anciano melancólico en lugar de centrarse en el presente de la protagonista. Y, en cierto modo, es así, pero una vez asimilado el formato, se lee de otra manera.

Así pues, procedo a plasmar algunas de las sentencias que más me han llegado:

Nunca y siempre. Esas son las palabras que los amantes pronuncian de manera ilusa sin querer admitir que son las únicas dos que carecen de sentido.

«Una verdad como un templo» es poco para categorizarla. ¿Quién no ha caído en la tentación de emitir estos adverbios de tiempo, incluso repetidas veces, a lo largo de sus relaciones sentimentales? Muy pocos, por no generalizar por completo. «Siempre te querré», «nunca me dejes», «nunca te abandonaré», «siempre estaremos juntos»… Obviamente entiendo que estas expresiones se ven automáticamente lanzadas al exterior dentro de la euforia emocional correspondiente y no niego su encanto, pero conviene ser consciente del escaso realismo que conllevan implícito en el caso de las relaciones, volátiles como bandadas de pájaros por suerte o por desgracia.

Los actos de los muertos no pueden modificarse, ni discutirse, así que cualquier hallazgo sobre su pasado nos trastorna más que consolarnos.

Otra afirmación aplastante. Naturalmente, hay muchos casos en los que averiguar algo de un ser querido fallecido (entiéndase «querido» tanto como un familiar o amigo como alguien a quien admiremos, aunque no le conozcamos personalmente, por el motivo que sea) o encontrar alguna pertenencia del mismo no tiene por qué suscitar mayor agitación que la puramente positiva, pero somos muy propensos al sufrimiento, a la frustración, la melancolía, la nostalgia, la tristeza en general. Hay cosas que preferimos no saber de alguien por el daño que provoca el hecho en sí, o por hacernos revivir el dolor experimentado ya sea con esa persona en vida y/o con su muerte. Y, como es evidente, nada es debatible cuando ya no se encuentra entre los vivos.

La mentira grave, esencial, puede producirse por respeto, por miedo o por cariño a la persona a la que se le cuenta, pero las pequenas mentiras, esas que se suceden unas a otras, que se amontonan como las cagadas de paloma, son las que acaban definiendo al mentiroso, que miente y olvida, miente y olvida.

Una manera excelente de definir al auténtico embustero. Un ser que se acostumbra tanto a mentir que acaba por no sentir apenas remordimiento ni reparo hacia la vida paralela que se inventa. Como ya hemos oído y leído en muchas ocasiones: un individuo que termina por creerse sus propias mentiras. No es que me tome la expresión al pie de la letra pero en cierto modo, así viven. Por miedo, vergüencia, ansias de aparentar más de lo que son… Básicamente, las mentiras me parecen un mal provocado por el no aceptarse a sí mismo y/o por no ser lo bastante valiente como para proyectar la verdad, o los verdaderos pensamientos que se tienen hacia una cuestión, ante los demás. Por querer sentirse más integrado en un grupo o más apreciado o idolatrado por otra persona.

mentiraTambién dicen que por no hacer daño. Este argumento se mantiene en la cuerda floja para mí. ¿Cuántas veces se trata de evitar un pequeño malestar hasta que por acumulación se convierte en una bomba? Esto se entremezcla con el tema de la negatividad hacia la que tenemos tanta tendencia a lo largo de la vida. Y esto es por falta de prepación psicológica vital, es decir, porque los que más y los que menos normalmente vivimos en el mundo de Yupi. No queremos malas noticias, no estamos preparados para escucharlas, y menos directamente relacionadas con nosotros. No tenemos aguante a duras penas hacia cosas tan normales como rupturas y muertes.

¿Normal la muerte? ¿Cómo puedo atreverme a catalogar algo tan trágico y traumático como «normal»? Pues precisamente por eso, porque algo que ocurre todos los días a millares desde el principio de los tiempos nos sigue resultando trágico y traumático. Todos habéis oído, y muchos dicho: «no somos nada». Y esta frase sí que hay que tomarla al pie de la letra. En el siglo XXI continuamos siendo tan increíblemente egocéntricos que se nos olvida cómo funciona el universo, en el que la extinción forma parte intrínseca del equilibrio cósmico.

Con esto no voy a menospreciar las lágrimas y el sufrimiento que acompaña al suceso ni mucho menos, soy la primera que tiene que trabajar muchísimo en asimilar la muerte como algo «normal» de verdad… Pero precisamente por esto, por la impotencia hacia mi propia incapacidad, me animo a criticar nuestro limitado mundo mental, nuestra falta de amplia de miras, nuestro carácter frecuentemente destructivo y autodestructivo más que productivo, nuestra resistencia a conocer las cosas tal y como son y no como nos gustaría, nuestro énfasis en defendernos y en llevar la razón, nuestra facilidad para sentirnos atacados en vez de constructivamente comentados o simplemente incitados a mantener una conversación más allá del típico y banal intercambio de datos, de información que no admite respuesta ni fomenta la reflexión ni el debate en el que compartir opiniones y aprender o contemplar otros puntos de vista. He aquí la muerte de la transparencia y de la comunicación, en el sentido estricto de la palabra.

Ya no sabía cuáles eran sus intenciones, qué quería hacer con su vida o si quería acabar lentamente con la mía. A veces pensaba que era un malvado, otras uno de esos cobardes que queriendo no hacer daño acaban provocando desgracias mayores que las que desencadenan los verdaderos malvados. Lo más probable es que no supiera qué hacer con su vida y tratara de averiguarlo fracasando conmigo una vez y otra y otra.

Lecciones de escritor a escritor (II)

escribirContinuamos con la segunda división que establecí, allá por octubre, de reflexiones y consejos recibidos por el protagonista de la novela La verdad sobre el caso de Harry Quebert, de Joël Dicker. Podéis ver la primera tanda de consejos aquí, y aprovecho para volver a recomendaros este fantástico libro, cuya crítica personal tenéis en este otro post. Procedemos pues, aún tras estos meses que me han mantenido alejada de esta secuencia literaria pero que no he olvidado gracias a mi querido escritorio de ordenador, en el que cada icono presente es una tarea pendiente, y no son pocos…

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«Marcus, ¿sabe cuál es el único modo de medir cuánto se ama a alguien?

– No.

– Perdiendo a esa persona.”

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“Harry, ¿hay algún orden en todo esto que me está contando?

– Claro que sí…

– ¿Cuál?

– Cierto. Ahora que me lo pregunta, quizás no lo haya.

– ¡Pero, Harry! ¡Esto es importante! ¡No lo conseguiré si no me ayuda!

– Bueno, mi orden no importa. Es el suyo el que cuenta al final. […] La victoria está en usted, Marcus. Basta con querer dejarla salir.”

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“Los escritores que se pasan la noche escribiendo, enfermos de cafeína y fumando tabaco de liar, son un mito, Marcus. Debe ser disciplinado, exactamente igual que en los entrenamientos de boxeo. Hay horarios que respetar, ejercicios que repetir. Conservar el ritmo, ser tenaz y respetar un orden impecable en sus asuntos: ésos son los tres cancerberos que le protegerán del peor enemigo de los escritores.

– ¿Quién es ese enemigo?

– El plazo. ¿Sabe lo que implica un plazo?

– No.

– Quiere decir que su cerebro, en esencia caprichoso, debe producir en un lapso de tiempo fijado por otro. Exactamente como si fuese un recadero y su jefe le exigiese estar en tal sitio a tal hora precisa: debe arreglárselas para estar, y poco importa que haya mucho tráfico o se le pinche una rueda. No puede llegar tarde, porque si no, está usted acabado. Pasará lo mismo con los plazos que le imponga su editor. Su editor es a la vez su mujer y su jefe: sin él no es nada, pero no podrá evitar odiarlo. Sobre todo, respete los plazos, Marcus. Pero si puede permitirse el lujo, sálteselos. Es mucho más divertido.”

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“En esta sociedad, Marcus, los hombres a los que más admiramos son los que ponen en pie rascacielos, puentes e imperios. Pero en realidad, los más nobles y admirables son aquellos capaces de poner en pie el amor. Porque es la mayor y la más difícil de las empresas”.

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“Debe usted preparar sus textos como quien prepara un combate de boxeo, Marcus. Los días precedentes a la velada conviene entrenarse a un setenta por ciento del máximo, para dejar hervir y crecer dentro de uno mismo esa rabia que debe explotar la noche del combate.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Que cuando tenga una idea, en lugar de convertirla inmediatamente en uno de esos ilegibles cuentos que publica en la revista que dirige, debe guardarla en lo más profundo de sí mismo y dejarla madurar. Debe impedir que salga, debe dejarla crecer en su interior hasta que sienta que ha llegado el momento. […]

– Entonces, Harry… Convertir las ideas…

– … en iluminaciones.”

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“Harry, ¿cuánto tiempo se necesita para escribir un libro?

– Depende.

– ¿Depende de qué?

– De todo.”

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“¿Cuál es su opinión?

– No está mal. Pero creo que les da demasiada importancia a las palabras.

– ¿Las palabras? Pero, cuando se escribe, son importantes, ¿no?

– Sí y no. El sentido de la palabra es más importante que la palabra en sí.

– ¿Qué quiere decir?

– Bueno, una palabra es una palabra y las palabras son de todos. Basta con abrir un diccionario y elegir una. Es en ese momento cuando se vuelve interesante: ¿será usted capaz de dar a esa palabra un sentido particular?

– ¿Cómo cuál?

– Coja usted una palabra y repítala en uno de sus libros, por todas partes. Cojamos una palabra al azar: gaviota. La gente empezará a decir cuando hable de usted: “Ya sabes, Goldman, el tipo que habla de gaviotas”. Y después, llegará un momento en que, al ver gaviotas, la gente empezará a pensar en usted. Se fijarán en esos estridentes pájaros y se dirán: “Me pregunto qué es lo que Goldman ha podido ver en ellos”. Y después empezarán a asimilar gaviotas y Goldman. Y cada vez que vean gaviotas, pensarán en su libro y en toda su obra. Ya no verán esos pájaros de la misma forma. Sólo en ese instante estará usted escribiendo algo. Las palabras son de todos, hasta que uno demuestra que es capaz de apropiarse de ellas. Eso es lo que define a un escritor. Y ya verá, Marcus, algunos querrán hacerle creer que un libro tiene relación con las palabras, pero es falso. Se trata de una relación con la gente.”

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“Ya ve usted, Marcus, nuestra sociedad ha sido concebida de tal forma que hay que elegir continuamente entre razón y pasión. La razón nunca ha servido de nada y la pasión a menudo es destructiva. Así que me va a costar ayudarle.

– ¿Por qué me dice eso, Harry?

– Porque sí. La vida es una estafa.

– ¿Se va a terminar las patatas fritas?

– No. Cójalas si le apetece.

– Gracias, Harry.

– ¿De verdad le interesa lo que le estoy contando?

– Sí, mucho. Le estoy escuchando atentamente. La vida es una estafa.

– Dios mío, Marcus, no ha entendido usted nada. A veces tengo la impresión de estar hablando con un estúpido.”

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“El peligro de los libros, mi querido Marcus, es que a veces se puede perder el control. Publicar significa que lo que ha escrito usted en compañía de la soledad se escapa de pronto de sus manos y desaparece entre la gente. Es un momento muy peligroso: debe usted conservar el control de la situación en todo momento. Perder el control de su propio libro es catastrófico.”

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“Aprenda a amar sus derrotas, Marcus, pues son las que le construirán. Son sus derrotas las que darán sabor a sus victorias”.

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Tercera parte pronto (o eso espero esta vez).

De los sueños a la realidad

Hace una semana y media, soñé que me despedía de mis padres y que partía en avión a Nueva York. No sé hacia qué tipo de vida exactamente pero me iba. Nerviosa, ilusionada, acojonada, expectante. Abrí los ojos sin haber tomado tierra y me puse a pensar en ello. Mi subconsciente. Los sueños, mundos fantásticos, tenebrosos y alucinantes, donde todo es transparente, donde salen a la luz hasta las vergüenzas más osadas y las anécdotas más descabelladas. ¿Lo que queremos? ¿Lo que ansiamos? ¿Lo que tememos?

Esta semana, el lunes por la noche soñé que tenía un affaire la mar de interesante con una persona a la que admiro bastante, proporcionalmente a lo inalcanzable que es, lo cual no deja de darle un considerable morbo mental al asunto. Un anhelo reprimido, que de solo imaginarlo en sí provoca cierta violencia interior, casi incomodidad ante lo inaudito y atrevido del asunto, pero que en cuestión de unos minutos sumidos en el sopor se torna en una imagen preciosa, tierna y tangible, un sueño cumplido (nunca mejor dicho).

Bueno, a ver, tampoco es para tanto, pero en el momento me desperté bastante emocionada, obviamente.

Finalmente, el miércoles por la noche, tuve una pesadilla. No llegaban a violarme pero sí me hacían cosas en contra de mi voluntad, y resultaba espantosamente frustrante. Humillada, despreciada, tratada como basura (y encima por un ser gordo, de rostro rojo cual tomate y feo como un insulto a un padre).

Tampoco me involucré tanto en esta angustia como para alcanzar el auténtico drama de quienes realmente hayan sufrido algo así (ya sabemos que, en ocasiones, los sueños se vuelven reales hasta el punto de llegar a exteriorizarlo físicamente llorando, gritando o riendo) pero, de alguna forma, me llegó. Lo suficiente como para que, nada más despertar, me entraran unas ansias terribles por buscar clases de defensa personal. Y lo pensaba en serio. Una cuenta pendiente más.

¿Hasta dónde nos afectan, pues, los sueños? Probablemente hasta lo más profundo. Entonces, todo es como tiene que ser. No podía haber sido de otra manera, surge así y punto. Y así es como deberíamos tomarnos la vida también, tal y como va fluyendo, a pesar de que en ella jamás vayamos a ser tan auténticos como en esas traicioneras nocturnidades.