La naturaleza del transmigrante

Ayer escuché una charla TED (según la Wikipedia, por las dudas: TED, Tecnología, Entretenimiento, Diseño es una organización sin fines de lucro estadounidense dedicada a las «Ideas dignas de difundir«) de Daria Shornikova llamada «Borrar fronteras en nuestra identidad». A pesar de las ideas preconcebidas que su apellido pueda suscitar, esta chica tiene el español mejor que tú y que yo, y hasta el catalán. Y lo que ella precisamente defiende es el derecho al sentimiento de pertenencia a más de un lugar y el rechazo a las etiquetas, que tanto buscamos a la hora de hacer preguntas a otras personas, destacando el «¿de dónde eres?». Para alguien que lleve toda su vida en la misma ciudad, esta pregunta será prácticamente una desconocida, pero para el que está fuera, a veces dentro de su mismo país natal y a veces fuera de él, es una constante. Y, dependiendo de la respuesta, el receptor tendrá una visión determinada, mayor o menor simpatía y un grado más elevado o reducido de auto-permisividad a la hora de tocar ciertos temas y crearse determinadas impresiones y visiones de ese «transmigrante».

Me acuerdo de un evento musical en Londres hace años donde un italiano nos preguntó a unas amigas y a mí de dónde eramos. Al contestar cada una lo suyo: una de Galicia, una de Cataluña y una servidora de Andalucía, el muchacho soltó con mucha alegría algo así como: «¡Oh! De Andalucía, ¡qué bueno! ¡Allí no se trabaja, solo se sale de fiesta!«. Lo cual me mosqueó, claro, esa imagen de vagos que tenemos se ve que se extiende al extranjero, aunque curiosamente este prejuicio lo he visto más emitido o bien desde el resto de España hacia Andalucía o desde el extranjero directamente hacia el país entero. En gente inocentemente ignorante desde luego; afortunadamente hay muchas personas que no piensan esto e incluso que piensan todo lo contrario. Parece que el esforzarse en disfrutar de la vida está reñido con el sentido de la responsabilidad y el compromiso laboral cuando luego ves en otros países «muy serios» que perezosos y aprovechados hay en todas partes. En fin, una anécdota más. Por las dudas, solo me salió responder un «bueno, para pagarnos las fiestas tenemos que trabajar» al italiano aquel que, por cierto, estaba lejos de querer ofenderme sino más bien muy orgulloso de sentirse parte de esa mentalidad andaluza que se había inventado.

Volviendo al concepto «transmigrante», este aún no está en la RAE pero sí lo está su verbo, «transmigrar». Me permito hacer uso del adjetivo para definirme parcialmente, para incluirme en este creciente grupo de personas en el mundo y que se siente de más de un sitio a la vez. Quizá no tanto como Daria, que se proclama tanto de Rusia como de Barcelona, aunque mejor escucharla directamente para no hacerse una idea de ella solo a través de mis palabras. Recomiendo su conferencia, da gusto escucharla.

Yo no me siento propiamente de Francia aunque lleve más de un año en Marsella, ni me he sentido desde mi fuero interno puramente de Inglaterra, Estados Unidos o Alemania. Tampoco de Madrid a pesar de mis años de estudio en la capital. Me siento, para empezar, de Jerez, pronunciado siempre dos veces: una con el acento que mi interlocutor necesite escuchar para visualizarlo escrito y otra con mi propio acento, con su jota, erre y zeta españolas, para que se sepa cómo lo decimos. Pero no me siento solo de allí. Mi vida ya no está en Jerez, hace muchos años que no lo está. Me siento jerezana, andaluza, española y extranjera según el contexto y con quien hable. Me siento parte de cada sitio donde he vivido y a la vez siempre extranjera fuera de España, aunque también un poco de cada lugar.

Me siento marsellesa cuando cruzo un semáforo en rojo para los peatones (mirando que no vengan coches) junto con la marabunta local de transeúntes o cuando visito un paraje natural de La Provenza con cero turistas; alemana cuando emprendo una de mis aventuras burocráticas y me hago con todos los documentos necesarios y menos necesarios pero «por si acaso» en el menor tiempo posible; californiana cuando surge una agradable conversación con cualquier desconocido en cualquier espacio público, como en el avión de vuelta de mis vacaciones ayer mismo, entre otros múltiples ejemplos. Me siento un producto resultante de la combinación de mis vivencias en Jerez, Madrid, Londres, Riverside, San Diego, Berlín y Marsella. Pedazos de mi alma de diferentes colores han quedado sumergidos en cada lugar y se han acoplado los unos a los otros materializando mi propia persona.

Para más inri, me siento muchísimas cosas independientemente del lugar en el que me halle. Me he sentido muy moderna encargando hace poco mi primera copa menstrual. Me siento chapada a la antigua en mi rechazo hacia las redes sociales y en comentarios como «si es que los jóvenes de hoy en día…» que alguna vez me ha salido. Me siento inteligente leyendo libros, me siento lerda en el proceso de entender juegos de cartas o de mesa. Me siento guapa algunas mañanas y para volver a acostarme otras. Me siento muy independiente de pensamiento a veces y otras, una más del «rebaño», concepto muy mal visto por suerte o por desgracia y, de cualquier forma, inventado. Me siento muy saludable tras unos días sin tomar chocolate y haciendo ejercicio; todo lo contrario al consumir dulces industriales pero, en algunas de esas ocasiones de consumo alimenticio extra-calórico, me descubro meramente feliz de disfrutarlo. Me siento experta e ignorante y a veces lo contrario hacia los mismos temas.

Conclusión: un hermoso caos existencial en el que me siento tropecientas mil cosas; unas siempre y otras a veces o en raras ocasiones o cada varios días, semanas, meses o años, o nunca más. Hay quien pensaría que soy una inestable. Yo me veo voluble, como la naturaleza, siguiendo su curso y encajando cada pieza donde y cuando toca. Y creo que todo el mundo se siente de una y mil millones de maneras a lo largo de la vida, consciente o inconscientemente. Y que es mucho más bonito, productivo y satisfactorio interesarse por cada sentimiento que juzgarlo.

Hace exactamente trece años que dejé de pertenecer, en términos geográficos, enteramente a Jerez. Desde mi mayoría de edad. Ahora quizá tengas la tentación de hacer cálculos para saber mi edad, lo cual es otra etiqueta más. Edad, procedencia, idiomas, sexo, estado civil, aficiones, gustos, trabajo, estudios. Etiqueta tras etiqueta, potenciadas por:

  • Lo que comunicamos, que no es necesariamente lo que el otro entiende sino lo que interpreta a raíz de su propio mecanismo de pensamiento y visión de la vida y de la gente.
  • Nuestra cultura de la comparación con los demás. Pensamos y respondemos a base de comparaciones, de lo que creemos que está bien o mal, que es bonito o feo, adecuado o inapropiado, inteligente o estúpido, normal o anormal y un eterno y subjetivo etcétera.
  • Lo que mostramos al exterior en comportamiento físico y virtual, acentuado por las publicaciones y comentarios en redes sociales y por las ansias de recopilación de datos de las empresas para vendernos productos y servicios «ajustados a nuestras necesidades». Alucinante cómo cualquier búsqueda en Google te persigue luego en banners, pop-ups y newsletters hasta la saciedad.

Hoy no voy a entrar en temas de Internet, sino en mí misma y en mi carácter transmigrante, tratando de no meter a otros en el mismo saco. Al hilo de de dónde y cómo me siento, me apetece hablar de la alegría con que acojo cada una de mis vacaciones dedicadas a visitar a mi familia en Jerez de la Frontera. Y de la melancolía que me acompaña inevitablemente a la vuelta junto con el convencimiento de que, por mucho que disfrute allí, mi vida está en otra parte y no hay vuelta atrás en este tipo de sentimiento, pero tampoco pertenece solo a Marsella. Está dividida fundamentalmente entre estos dos mundos hoy en día. Y otro poquito que se quedó en Londres, y otro pedazo en California, y otro en Berlín, y un latido en Madrid, realzado con ilusión recientemente ante la perspectiva de que mi hermano menor vaya a vivir allí, cosa que me ha hecho rememorar con cariño y nostalgia mi etapa allí. Así, sin venir a cuento, resurgiendo de las cenizas de la memoria.

Bueno, más que mi «etapa», que dice mucho y nada, o que los espacios físicos tan icónicos y queridos, o detestados, quiero señalar a las personas que me acompañaron. Las personas son las que más marcan con diferencia cada sitio para mí, mucho más que el sitio en sí. Puedo hablar lo más objetivamente posible de lo que las ciudades en las que he vivido suponen para mí, las oportunidades laborales y de ocio que ofrecen, mi percepción de sus gentes. Pero las relaciones interpersonales que yo he construido en cada sitio son las que realmente las definen para mí, sus dichas y decepciones, su aprendizaje.

Volviendo al título de esta entrada: es extremadamente difícil explicar cómo se siente un «transmigrante», acuñando el término como esa persona que se siente de más de un sitio a la vez más que como la RAE lo define. Sí, me estoy permitiendo reinventar este concepto. Seguramente dentro de mi rechazo hacia las etiquetas necesito igualmente sentirme parte de un grupo o varios y me ha gustado la palabra «transmigrante» para resumir una pequeña pero importante parte de mi ser físico y espiritual en la Tierra, el no sentirme enteramente de aquí ni de allí, de donde se vive ni de donde se viene, sino de varios lugares en una sintonía que parece desequilibrada pero que se sostiene sin resquebrajarse en el tiempo, en una cuerda floja donde la clave se halla en mirar al presente de frente y abrazarlo con todas tus fuerzas, las que te dan lo vivido y aprendido en el pasado de la mano de la consciencia de que aún queda mucho por vivir y aprender. Y asumir que ese presente tendrá sus altibajos y que cada uno se merece su respeto y tiempo. Y que una puede permitirse el nivel de patriotismo y orgullo que le plazca según las circunstancias, adoptando las patrias que sienta como propias. ¿Quién es nadie para decirte lo que eres ni a dónde perteneces porque alguien haya montado un sistema de fronteras, creencias y políticas a su gusto y conveniencia?

Hemos oído la expresión «ciudadano del mundo». Sin duda, será plausible para algunos. No para mí. Me parece demasiado amplio y que precisamente me aleja de mis núcleos actuales, de allá de donde procedo y allá donde hago esfuerzos por integrarme. Eso es lo que quiere a menudo un transmigrante al fin y al cabo y a eso aspiro: a mimetizarme, a ser parte íntegra de mi entorno y no una pieza de puzle sobrante, manteniendo mi propia esencia, es decir, sin olvidar quién soy, mi lugar de origen y mi recorrido vital. Sin necesidad de fingir ser quien no soy y sin preocuparme por lo que mi acento, apariencia física, ropa, costumbres y expresiones dé a pensar a los demás. Solo quiero que me acepten tal y como soy, que me escuchen sin juzgarme, que me hagan preguntas para conocerme como ser humano y, como otro conferenciante de las charlas TED incita a hacer, desde nuestras semejanzas y no desde nuestras diferencias. Si hay que compararse por nuestras diferencias, que sirvan para crecer y maravillarse, no para crear distancia.

Qué graciosa, María, ¿quién no quiere que le acepten tal y como es? ¿Y quién acepta a todo el que se encuentra tal y como es? Un trabajo interno de titán el vivir bajo esta perspectiva desde luego, comenzando por mí misma. Lo que está claro, se sea «transmigrante» o habiendo vivido toda la vida en el mismo sitio (y todos los niveles experienciales entre estos dos estados), es que a todos nos gusta que se nos escuche y comprenda o, como mínimo, que se nos acepte y respete. Y, a veces, merecerá mucho más la pena callarse a tiempo, dejar hablar al otro y recibir sus palabras con la mente abierta, viendo lo que es y no lo que creemos que es o que debería ser. Y que todos pasamos por dificultades y obstáculos, que ninguna vida tiene más que rosas, porque de la misma manera que es fácil admirar al «trotamundos» o «buscavidas», personalmente una vida apacible y basada en un solo pueblo, ciudad o casa de campo me parece una opción preciosa e igual de válida, siempre que esa persona se sienta a gusto y haya encontrado su lugar físico y emocional. Se puede aprender muchísimo de cualquier persona, haya viajado mucho o nada, haya salido fuera o no.

«Fuera», otro término inconcluso. Ya no existe un solo «fuera» para mí. En Jerez diría que vivo fuera. En Marsella, diría que vengo de fuera. No me convence, me siento más de «dentro» de cada sitio, con sus compañías y soledades. Creo haber pensado por mucho tiempo que en varios amigos transmigrantes y en mí reinaba una mini-pesadumbre crónica hacia la falta de pertenencia al lugar de residencia, hacia los retos que supone llegar a formar parte de él y la sensación continua de que no se es ni se será nunca completamente de allí, junto con el agazapado conflicto interno permanente por estar lejos de la familia y del lugar de origen, sensación a la que también se tiene derecho aunque se haya decidido voluntariamente vivir en el extranjero. Pienso que es hora de celebrar la expresión de este pesar tal y como es, con todo el amor, fuerza y superación que requiere y con su carácter temporal y espontáneo. Y también es hora de bajarlo de su pedestal transmigrante, ya que muchos que llevan «toda la vida en el mismo sitio» también experimentan, si no lo mismo, una versión hermana de esa soledad, unos sentimientos paralelos en diferentes momentos de su existencia relacionados con la misma esencia: necesidades sociales, problemas laborales, insatisfacción, nostalgia y melancolía por tiempos y compañías pasados o hipotéticos.

Así pues, aprovecho para recalcar de nuevo la importancia y maravillosa obviedad oculta de la búsqueda de semejanzas con otras personas. ¡El mundo sería increíblemente distinto de hacer esto! Añado a esto un consejo del libro que he pescado felizmente en mi última visita al hogar materno (qué ilusión me hace «bichear» por los rincones de la casa) de título «No te ahogues en un vaso de agua« de Richard Carlson, de esos que te hacen ver cosas «lógicas» que no aplicamos en nuestra cotidianeidad. En un capítulo, el autor invita al lector a hacerse la siguiente pregunta en una situación que le provoque disgusto con alguien: «¿qué me está enseñando esta persona?», en vez de «¿por qué esta persona (me) hace esto?».

Ejemplo práctico: en mi publicación anterior, «El respeto al espacio personal», contaba cómo una señora se me había pegado detrás en la cola del supermercado y solté todo tipo de pensamientos, intentando entenderla en parte pero resentida por su trato igualmente. Si me pregunto ¿por qué la señora se me puso tan cerca en la cola?, es más fácil responderme: porque es una inconsciente, porque tenía prisa y no pensaba más que en ella y seguramente necesitaba que le recordara lo próxima que estaba (lo cual me salió rana hasta el fondo) o porque simplemente quería tocarme los huevos, entre otras posibilidades inculpatorias. Pero quizá de haberme preguntado directamente qué me estaba enseñando la mujer, lo cual extrae la responsabilidad directa de mi semejante, me habría dicho que tal vez quería mostrarme que no todo el mundo anda tan inseguro hacia la situación sanitaria actual, que no le importa estar muy cerca de otras personas o incluso que podía estar tan inmiscuida en sus propias inquietudes o impaciencia que no se daba cuenta de que podía molestar invadiendo el espacio personal de otra persona.

Va a tomar un tiempo meterse en esta dinámica que, por supuesto, es una elección mía y no necesariamente funcionará, ni para mí ni para todo el mundo, ni será la apropiada cuando realmente alguien merezca ser corregido, que tampoco vamos ahora a cerrar el pico todo el tiempo. Pero creo que me tranquilizará en momentos de estrés e incomodidad y me ayudará a mantener una relación más saludable con mi entorno y, en consecuencia, conmigo misma. Sin olvidar a su vez, como constata Carlson en otro capítulo de su libro, que «La vida es injusta». Esto es una realidad. Desde un plano subjetivo, es duro, triste y a menudo da ganas de mandar a la sociedad a la mierda, sobre todo viendo los noticiarios a diario. Pero objetivamente es así, es como es y hay que vivir con ello. No someterse evidentemente, no doblegarse ante las injusticias, pero asumirlas como parte del todo y entender que la vida no es una línea recta sino una carrera de obstáculos. La estabilidad es versátil, es una utopía. Nos hemos creído que por pertenecer a la «civilización», no nos corresponde vivir peligros, inseguridades ni riesgos como le ocurre a cualquier animal salvaje. Nos hemos creído que esos inconvenientes «no son normales», que no deberían pasar. Y, encima, nos creemos mejores o peores según cómo otros lidien con ellos. ¡Cuánto daño hacen las comparaciones! Hemos montado un circo para mear y no echar gota. Pero oye, entretenidos estamos un rato y, a veces, hasta nos echamos unas risas.

Nota: si a alguien le interesa investigar esto de las Charlas TED, que están bastante majas, en este enlace está la sección de TED en español y abajo del todo la posibilidad de suscribirse al boletín semanal por email. Aparte, teniendo una cuenta gratuita en Spotify, se pueden escuchar un porrón de charlas también poniendo «Ted en español» en el buscador.

Copia de pantalla de rae.es e imágenes de John Hain, Gerd Altmann y ElisaRiva.

El respeto al espacio personal

Hoy no es un día en que tenga al ser humano en enorme estima. Y es injusto, porque hay muchísimas personas maravillosas, consideradas, respetuosas… No obstante, esta tarde no me he cruzado con una de ellas.

Estaba en la cola del supermercado, sitio TAN idóneo para múltiples anécdotas en la vida. La señora que me seguía estaba muy cerca de mí. Demasiado. Ha habido un momento en que su riñonera me ha tocado por detrás, me he girado y se ha disculpado. Al avanzar un paso más hacia la cajera, la señora se ha puesto igual de próxima, gesto que nunca he entendido sin necesidad de epidemias mundiales. Me parece de cajón aprovechar cualquier oportunidad para no respirarle en el cogote a otra persona.

Me he envalentonado (porque no me resulta fácil pronunciarme hacia algo que pueda provocar un conflicto) y, con una media sonrisa, le he dicho que estaba muy cerca. La mujer tenía principalmente dos elecciones: entenderme, respetarme y echarse para atrás o no entender una mierda, poner una excusa barata como «la de gente que había» y decir que «póngase una máscara, ¡esto es increíble!». Aparte de responderle que hablábamos de cosas diferentes (el llevar máscara no me da más ganas de que una riñonera ajena me roce el culo), no me salió más que decir. No le vi sentido, no me sentí con confianza, y menos en francés.

Me habría gustado preguntarle si realmente pensaba que yo tenía el más mínimo interés en molestarla. Me habría gustado preguntarle si en alguna parte de su razonamiento era capaz de comprender el por qué de mi comentario. Me habría gustado decirle que ya antes del coronavirus me reventaba el hecho de que la gente no respetara el espacio personal de los demás, y que su argumento era una falacia porque si yo había podido mantenerme más de un metro alejada del señor que tenía delante, no había explicación para que quien viniera detrás de mí no pudiera hacer lo mismo. Me habría gustado decir tantas cosas, idealmente en un tono conciliador más que enfadado… Pero no he dicho nada más. Me he tomado con tranquilidad la espera, he sonreído a la cajera y me he largado con todo lo que me gustaría haberle dicho rondándome por la cabeza, que menuda pérdida de tiempo y energía, por otra parte.

Me he tomado la libertad de decirle a esta persona, como podía haber sido a cualquier otra, algo que me incomodaba, confiada con que la epidemia mundial apoyaría con contundencia mi feedback. Me ha salido el tiro por la culata. Supongo que seguramente no habría servido de nada el decirle todo lo que me habría gustado decirle, su actitud no me hace pensar que le habría hecho reflexionar, y menos allí en medio de un supermercado a una hora bastante concurrida pero, que conste, con pasillos de unos cincuenta o cien metros de largo y unos dos de ancho. Por lo que espacio, había. Estoy segura de que existen fórmulas comunicativas para bajar del burro al más tarugo. Pero ya nunca lo comprobaré con esa señora.

Me da una rabia indescriptible el sentirme afectada por la reacción de una persona que probablemente no volveré a ver en la vida, de una persona que tendrá sus propias inseguridades y certezas y que ha elegido deliberadamente la vía defensiva en lugar de la empática. Ver esto me hace entender que el problema no lo tengo yo. Tampoco sé si lo tiene ella, no la conozco lo suficiente; yo considero haber dicho lo que sentía sin ser maleducada. Quizá podría haber empleado otras palabras y, sin embargo, me da la sensación de que con una petición con su «s’il vous plait» habría obtenido el mismo resultado.

Me parece triste. Me ha hecho pensar que los males humanos son merecidos, y me ha hecho arrepentirme inmediatamente de pensarlo. Sinceramente, no le deseo ningún mal a esa señora. Le deseo aprendizaje. Aprendizaje para, en algún momento de su vida, aunque no fuera así hacia mí hoy, saber escuchar y respetar al otro. Aprendizaje para entender que estamos todos en el mismo barco, que muchas de las palabras ajenas no pretenden ser un ataque y que siempre tienen su razón de ser. Afortunadamente, no he sufrido ninguna pérdida familiar o amistosa. Quizá eso me habría motivado a soltarle las cuarenta, pero tampoco es algo que me produzca gran satisfacción a posteriori. Me interesa que la gente reflexione, no que se rebote.

No, no le deseo ningún mal porque aunque hoy mismo se contagiara ella misma o alguno de sus seres queridos, no se pararía necesariamente a pensar en si quizá tenía sentido guardar las distancias en espacios públicos, ni mucho menos se le ocurriría: «ah, a lo mejor esa chica del súper tenía razón, tenía motivos para decirme que estaba demasiado cerca». Las desgracias o malas pasadas no siempre son absorbidas como retos para superarse. Una lástima.

Y, a pesar de todos mis razonamientos, siento un pequeño pellizco en el pecho, el desasosiego de la incomprensión ajena, de la falta de empatía, de mi arrojo truncado en una situación incómoda. ¿Orgullo herido? ¿Decepción hacia la actitud de los demás? ¿O hacia mí misma por no haberlo previsto y, en consecuencia, haberlo evitado o haberme pensado una segunda respuesta? Es factible. Es posible que se trate más de mí que de esa señora. Porque es evidente que en este mundo nadie hace todo bien en todo momento. Y que incluso a menudo la concepción de lo que está bien o mal es relativa, porque desde mi punto de vista esta mujer ha debido de quedarse la mar de a gusto descargando su crítica sobre mí. Ella verá su reacción como la mejor, la que debía tener. Yo no. Vaya un ping-pong pésimo.

Bajo mi raqueta, esta partida no me agrada, no me merece la pena y no quiero darle la oportunidad de quitarme las ganas de jugar todas las demás partidas que se me presenten en el futuro. No sería justo hacia la diversión explotable de las mismas y de los futuros contrincantes. Ni hacia mí. Ahora soy yo quien tiene a elegir entre dos opciones: seguir atormentándome inútilmente por lo que dije y no dije, sumirme en el pozo de la desazón porque otra persona no me haya entendido (¡a mí! ¡Con lo buena persona que soy!) y retirar mi voto de confianza en el ser humano y en su capacidad para vivir en sociedad; o… puedo aceptar las cosas tal y como han salido, asumir que ocurrirá de nuevo por mucho que me fastidien las invasiones del espacio personal y que lo más conveniente, de acuerdo con mi temperamento pacífico, será no volver a decir nada porque no es el contexto adecuado para educar a nadie y no me resulta tan grave como para enfrentarme a la reacción del otro. Me compensará más respirar hondo y, con suerte, que me den ganas de tirarme un pedo en ese mismo instante. Sería como una mini-victoria secreta, como cuando los niños pequeños se han salido con la suya en alguna treta sin que nadie les haya visto (o creyéndolo así) y se les pone esa pícara sonrisita de satisfacción.

Ahora en serio: me cuesta entender cómo sobreviví estoica y alegremente a tantas noches de discoteca en mis años mozos con los sarpullidos mentales que me da el tema del respeto al espacio personal, por el otro, por uno mismo y por lógica aplastante. Me recuerdo, sin duda, con cara de odio de vez en cuando, sobre todo cuando aún se fumaba en interiores (¿a quién no le han quemado algo?), para luego volver a la charla o bailoteo de turno como si nada. Debían de ser otros tiempos, espíritu e intereses para mí, claramente. En fin, yo haré mi ejercicio de reseteo emocional pero vosotros sedme considerados y, con virus o sin virus, haced un esfuerzo por dejar la puñetera distancia, que no es tan difícil y muchos lo agradeceremos.

La inseguridad social poscoronavirus

Hoy, he salido por primera vez a un espacio concurrido, concurrido de verdad. Ya he estado en restaurantes y cafeterías tras el fin del confinamiento pero con sus debidas distancias, por lo que no me había sentido como me ha ocurrido esta noche. Me han invitado a ir a un evento al aire libre donde se ponía música de salsa y bachata. El ambiente estaba repleto de gente animada, buen rollo, canciones estupendas y una bonita vista del Puerto Viejo de Marsella a medida que anochecía.

Imagen del grupo de Facebook Alors On Danse

He llegado sobre las 21:00. A medida que llegaba y divisaba la escena, me ha maravillado observar el panorama, el mogollón de parejas sobre la improvisada pista de baile, lo propicio de aquella explanada para disfrutar, conocer gente, pegarse unos bailoteos y deleitarse con el paisaje y la buena temperatura que acompaña a esta época. Luego, sintiendo la música, he recordado mis reducidas pero fructíferas tomas de contacto con estos tipos de bailes: la clase de Educación Física en bachillerato (gracias, Pepe) y un curso de salsa para principiantes en la Universidad de California, Riverside. He pensado que no me costaría mucho meterme de nuevo en el papel con un rato de práctica, he contemplado a parejas con un ritmo y movilidad espectaculares y otras no tan fantásticas pero pasándolo igual de bien que las primeras, he hablado con la chica que me ha propuesto unirme al plan y con sus amigos.

Y, de repente, me ha entrado una especie de desasosiego en el cuerpo. Me he dado cuenta de que, mientras sostenía la mochilita de mi amiga y miraba tranquilamente hacia la pista, me había ido desplazando varias veces unos centímetros intentando distanciarme de la gente, tratando de no estar demasiado cerca de nadie. Hasta que no ha sido posible. No es que hubiera miles de personas ni mucho menos, quizá entre cien y doscientas y, además, en un espacio abierto. Mas me ha atacado una claustrofobia humana del copón a pesar del espacio personal con el que contaba, alejado del metro cuadrado pero más amplio que los que típicamente se conceden en bares y discotecas. ¡Ah! Bares y discotecas, una imagen que parece de otro siglo entre lo poco que los frecuento ya y los estragos de la epidemia global de coronavirus.

Imagen de Gerd Altmann

No he sido capaz de sobreponerme a la impresión. Demasiado cerca, demasiada gente de repente. No sé qué debía esperarme antes de plantarme allí, sabiendo de lo que iba la fiestecilla y con el calor apretando. La cosa no se queda ahí: inmediatamente después de atacarme esta incomodidad social, he rememorado inevitablemente que, si Ryanair no me hace la puñeta (involuntariamente, pero las cosas como son), en dos semanas visito a mis padres en España. No, definitivamente esta noche ya no quería estar ahí, en medio de una multitud, aunque solo fueran unas cuantas hileras de humanidad entre la zona de baile y unos escalones, que es donde los que no bailábamos estábamos sentados o de pie, charlando y mirando hacia el área del jolgorio latino. Aunque no alcanzara a tener contacto físico con nadie, mi corazón me pedía a gritos salir por patas. Y así lo he hecho sobre las 22:00.

Me he quedado loca con mi situación interna. De vuelta a casa, que por primera vez después de más de un año viviendo en Marsella no me pilla donde Cristo perdió las alpargatas, iba intentando entenderme. No me considero una persona que viva con miedo hacia casi ningún aspecto. Sin creerme la Superwoman del sistema inmunitario (bueno, a veces sí), confío plenamente en mis defensas. Pienso que todo va a salir bien hasta que se demuestre lo contrario. Me resulta más fácil ser positiva que negativa.

No obstante, como se dice popularmente, me he cagao por las patas abajo (versión formal: me he asustado mucho). En medio del amargo regusto por mi pronta huida de un evento tan hermoso y por mi pellizco en el pecho in crescendo al final de los apenas sesenta minutos pasados en sociedad, he identificado la razón de mi congoja, y es que la más mínima posibilidad de llevarme el virus a casa de mis padres me ha provocado auténtico terror.

Con esto no pretendo favorecer el pánico colectivo, nada más lejos de mi intención. Simplemente he querido analizar y plasmar por escrito como mero auto-experimento psicológico (afortunadamente, ¡que todo se quede en eso!) cómo me he sentido durante esta específica entrada en contacto con el mundo exterior. Concluyo que, de la misma manera que, por un lado, he disfrutado como una enana de varios restaurantes en las últimas semanas; por el otro, no estoy preparada para jaleos mayores. La vida sigue y el día de estar rodeada de peña por doquier llegará, no me cabe la menor duda. Pero, por ahora, mientras el contacto con seres queridos de estadísticamente más riesgo esté próximo, la respuesta es no.

Mi experiencia con la prensa rosa

Hoy, me he acordado de unas prácticas que hice en Londres a mis 23 años… durante dos semanas. Por lo que obviamente no cuentan como experiencia laboral en sí. Tras el final de mi primer trabajo en el extranjero (y en cualquier parte, ya que en España no pasé de hacer prácticas) y la decisión de especializarme en marketing a través de un máster, me quedaba por delante un verano libre que decidí pasar en la capital británica antes de volver a España. Para aprovecharlo, quise encontrar una ocupación profesional, algo que me aportara valor por dos o tres meses.

cotilleo

El resultado fue entrar en lo que yo entendí como una agencia de noticias que contaba con equipos en varios idiomas, incluyendo español. Me hizo gran ilusión pensar en retomar un poco mi profesión frustada de periodista, aunque fuera currando gratis y cruzándome de sur a norte la ciudad en metro. El problema es que los artículos pertenecían al género de la prensa rosa, un mundo en el que no solo jamás me había interesado en mi propio país natal, sino que me repelía. ¿Fallo mío el no haberme dado cuenta de antemano? Es posible, no niego mi parte de responsabilidad. Aunque lo que no habría encontrado ni en la oferta de prácticas ni en su web es que el trabajo no consistía en redactar artículos como tal sino de traducir textos del inglés al español intentando acertar con el tono que le gustara a la jefa.

Naturalmente, ella sabría lo que necesitaban las traducciones para tener éxito y seguir la línea editorial de la empresa, pero sus formas no eran las mejores. Ejemplo de feedback hacia un compañero en medio del espacio abierto: “esto es una mierda”. Me recuerdo en proceso de traducir un artículo sobre Emma Watson. Bueno, sobre alguno de sus modelitos, bolsos o alguna chorrada de esas que entiendo y respeto que tenga su público objetivo, al cual, no obstante, no pertenezco. Y preguntarme una y otra vez qué estaba haciendo con mi vida, con mi tiempo; qué estaba haciendo allí. Y autoconvencerme de que de algo me serviría, aunque solo fuera para ponerlo en el CV.

Hasta que me encomendaron otra tarea que consistía en revisar un listado de noticias o notas de prensa ajenas e identificar “las más interesantes” diariamente para publicarlas nosotros. Como ya he mencionado, si nunca seguí ni me familiaricé con los variopintos personajes de la farándula hispana, ¿qué coño iba a saber yo de personalidades anglosajonas jugosas? Al segundo día en que no acometí aquella función, hacia la que reconozco que hice todo lo posible por escaquearme al no habérmela impuesto formalmente, el jefazo se quejó a mi superior y esta, sin pestañear y delante de mí, dijo alto y claro que si quien tiene que encargarse de esto no lo hace, se irá de patitas a la calle. Versión inglesa, claro.

Segunda semana en unas prácticas gratuitas que cada vez me espantaban más. Mi sentido de la responsabilidad y de la productividad me atormentaron durante la hora de vuelta a casa en metro, con aquel comentario retumbándome en la cabeza e intentando encontrar motivos para seguir y para perderle la especie de pavor irracional que había cogido a esa maldita tarea complementaria.

no

Hay quien dirá que unos días no son suficientes para evaluar un trabajo, lo que podrías sacar de él y demás parafernalia. Me temo que en esta ocasión pesó más el repudio máximo hacia sus temáticas y mis labores, sumado a la poca delicadeza de mi jefa, que naturalmente creaba tensión e inseguridad, y a la plena conciencia de que simplemente no tenía ninguna necesidad de pasar por aquello. No era un eslabón importante en mi carrera ni un paso que tuviera que cumplir para llegar a otro ansiado nivel profesional. No me aportaba nada o, más bien, lo que pudiera aportarme (unos compañeros majos, por ejemplo, con los que evidentemente no me dio tiempo de profundizar en tan poco tiempo) no me compensaba frente al brutal rechazo que me producía pensar en continuar currando allí.

Entre mis pensamientos y una conversación con mis padres, mi mayor apoyo desde siempre, redacté un email muy correcto explicando a mi manager por qué dejaba las prácticas, poniendo el peso en el aspecto económico y el tiempo que tardaba en ir y volver a la oficina más que en el horror que me provocaba el trabajo y su manera de dirigir a sus subordinados. Mejor no entrar en marrones justicieros que no me corresponden, y menos por correo electrónico. Es más: tengo la sensación de que, en buenos términos y por lo poco que interactué con ella, sin duda tenía sus virtudes e incluso su aplastante sinceridad sería llevadera según el tipo de relación que se estableciera con ella. Pero mis tareas me parecían sencillamente infumables. Afortunadamente, su respuesta fue rápida y comprensiva, así que me quité un gran peso de encima.

Situarme de nuevo en el punto de partida, libre como el viento, me obligó a volver a reflexionar en cuanto a cómo aprovechar aquel puente vacacional más que para el ocio. Opté por apuntarme a un curso intensivo de francés “por hacer algo”. Esto tuvo lugar en el verano de 2013. Poco más de un año después, en septiembre de 2014, conocí en California a mi compañero de vida, de nacionalidad francesa. Y, hace un año y medio, me mudé con él a Marsella. No voy a entrar ahora en los detalles profesionales de este destino (ya llegará el momento), solo recalcar que la vida pega unas vueltas que vaya tela. Naturalmente, no practiqué en absoluto el idioma entre el periodo que va desde aquel curso intensivo en Londres hasta finales del 2018 (más de cinco años), momento en que me cogió de la mano la irrefrenable certeza de que iba a ir a parar a Francia. No me deja de parecer irónico que la actividad que acabara haciendo antes de finalizar mi etapa londinense fuera precisamente estudiar el idioma que hoy en día me permite trabajar en el país vecino, sin haberlo nunca planteado como una posibilidad que me interesara… antes de conocer a mi pareja, claro.

En resumidas cuentas y regresando a la cuestión profesional, me declaro incapaz de escribir a largo plazo sobre temas que no me conmuevan, que no produzcan impacto dentro de mí. Esta reducida experiencia en Londres me lo demostró con creces, precedida de mis primeras prácticas como redactora online en Madrid y seguida más tarde por mi año como periodista freelance en San Diego.

agresividad verbal

Otro mini-aprendizaje que podría atribuir a mi quincena rosa es el de la plena conciencia de los distintos tipos de jefes que se pueden tener. Hasta entonces, no me había visto afectada de manera directa por una dirección agresiva en su comunicación verbal. No es que llevara mucho tiempo perteneciendo al mundo laboral, pero tras aquel par de semanas tampoco he vuelto a experimentar esa clase de mando (y que dure). Bueno, a excepción quizá del jefe que tuve trabajando en un supermercado mexicano en San Diego, pero aquel desempeño de liderazgo acabó siendo más absurdo que otra cosa. Dejaré esa historia para otra entrada.

Tengo la sensación de que nunca aguantaría algo así, no sé si por mi sensibilidad natural, mi confianza a la hora de encontrar trabajo, lo cual anula en buena parte el miedo de dejar uno donde te traten como una mierda; mi visión completamente distinta de un buen mánager o una mezcla de múltiples aspectos. No obstante, calculo que mucha gente actualmente pasando por ello pensaba lo mismo antes de verse de lleno en el ajo. Un tema delicado, este de las relaciones laborales, donde creo que lo más conveniente es procurar hacerse respetar, manteniendo la calma (que a veces hay que reclamar a todos los dioses del Olimpo) y promoviendo la comunicación amigable en todo momento, y no juzgar a los demás a la primera de cambio, ni al aparente basilisco déspota ni al supuesto indulgente empedernido. Aptitudes que se adquieren con tiempo y esfuerzo, claro está (el hacerse respetar y el no juzgar), entre muchas otras como la capacidad de aceptación o la de relativización, la autocrítica, la resiliencia…

Un proceso evolutivo fascinante, al fin y al cabo.

El «mediavirus» o virus mediático

Por un momento, me he creído muy original al pensar en qué título ponerle a esta entrada, comenzando por «el virus mediático» y ocurriéndoseme luego «Media Virus» para muy pronto descubrir por Internet que un señor ha publicado un libro con este mismo título. ¡Cogido! No obstante, me sigue pareciendo adecuado para el tema que quiero comentar, así que lo utilizaré, aunque la versión en una sola palabra.

Imagen de Arek Socha en Pixabay

Desde que no leo noticias, vivo mejor. Exponencialmente mejor. Para ser más precisa, me refiero a las noticias de medios nacionales españoles genéricos. Las pocas veces que caigo en la tentación de pasearme por una página de titulares, recuerdo por qué desactivé las alertas diarias por correo electrónico: no me merece la pena estar tan informada. No en el formato en que estos medios están construidos, a base de argucias políticas, catástrofes naturales y de otras clases, muertes accidentales y provocadas, trapos sucios y todo tipo de textos que provocan fundamentalmente desesperación, rabia, hastío, miedo y desconfianza hacia el ser humano. Y yo no quiero perder la confianza que tengo en él.

Afortunadamente, existen plataformas que te permiten informarte de manera más temática y elegida, si bien aún dentro de sus tendencias, de lo que ese medio decida investigar y mostrar, como es lógico. Por ejemplo, esta mañana me ha llegado la notificación semanal del canal de Youtube TED en español, organización con charlas de tropecientos temas. Y solo con dos conferencias, una sobre el poder rehabilitador y la importancia de la educación y otra sobre el torrente de acción que puede provocar la insatisfacción hacia una situación dramática o injusticia determinada, me he sentido más esperanzada, motivada y empoderada que con toda la página de inicio de varios diarios nacionales reconocidos. Más positiva, emocionada, ilusionada hacia nuestras increíbles capacidades e iniciativas, tan poco presentes en el consumo mediático más superficial.

¿Hasta qué punto es la responsabilidad de cada uno el buscarse sus fuentes de información y nutrirse de ellas, confiar y sustentar ideas propias en ellas, así como cuestionarlas y desafiarlas, contrartarlas con otras y verificarlas, sobre todo antes de compartir? Creo que nuestra responsabilidad es total, pero colinda con la responsabilidad de los medios de comunicación hacia favorecer la sociedad del bienestar en lugar de perjudicarla. Esa delgada línea entre la «información de calidad» y la que no, por supuesto, es dificilísima de marcar y cargada de subjetividad, aunque solo sea por la influencia cultural. Bendita sea la libertad de expresión y la variedad de temas a investigar y a exponer pero, sinceramente, en qué mala hora se desvirtuó el enfoque principal de muchos medios de todo tipo, escritos, radiofónicos y televisivos. Porque es fácil quedarse en lo «noticiable», pasar una mirada rápida por ello y conformarse, alterarse, ofuscarse, defenderlo en cuerpo y alma, vivirlo como propio y lo más real que pueda existir, e incluso comprometerse y transformarse. Olvidarse de uno mismo y rechazar cualquier otra perspectiva y posibilidad.

Imanen de geralt en Pixabay

No pretendo salirme de ese pozo de absorción mediática, sin duda formo parte de él. Solo que procuro sacar la cabeza cada vez más y este pequeño paso, ese click sobre el botón «dar de baja» (ya hace años) que me daba tanta inseguridad por tirarme a un vacío informativo, por salirme de una norma impuesta (o auto-impuesta), por «no enterarme de las cosas»… La superación de estos temores ha merecido la pena. Porque yo elijo dónde meterme, cuándo hacerlo, si me apetece o no. No niego que acceder a noticias y artículos facilita el debate entre las personas, pero no puedo con el regodeo, la repetición hasta la saciedad, la explotación de los mismos dramas, a veces con las mismas caras y a veces distintas, hasta consumir el alma y el buen espíritu del lector o espectador, que se olvida de dónde está y lo que hace para entrar en un ensimismamiento desganado y asqueado por «lo mal que está el mundo».

Pues claro que está mal, está espantoso en muchos sentidos. Pero también es maravilloso en muchos otros, en miles de historias fascinantes de lucha, de superación, de aprendizaje, de triunfos, de progresos, de humanidad, de amor que se nos escapan entre tanta mierda. Pues claro que hay que denunciar las maldades, las atrocidades, las injusticias que se cometen. ¿Cómo, si no, se habría salido a la calle a defender derechos humanos como ha ocurrido tras el horrible asesinato (no tiene otro nombre) de George Floyd? Pues claro que conviene estar mínimamente informados, que es alucinante tener acceso a tantísimos datos al alcance de unos clicks, por no hablar del disfrute de lo que yo llamo «la esencia del periodismo», que tantos extraordinarios artículos y reportajes nos brinda. Pues claro que necesitamos que se cubran sucesos para ser más conscientes, tomar medidas si es necesario, intentar entender unas y otras circunstancias.

Imagen de _Alicja_ en Pixabay

Pero no tanto. No así. No en dosis genéricas y tremendistas, no en ganchos hacia las entrañas, no en gotas de veneno hacia el equilibrio emocional y la apertura de miras de las personas. No en validaciones subjetivas de lo que es publicable o no. No en cantidades industriales. El drama vende, y creo que eso sale caro sociológicamente. La apelación cultural a los sentidos es indiscutiblemente exitosa, está demostrado en la difusión de las muertes en unos países y no de otros aunque se trate también de personas con la misma sangre por sus venas que nosotros. Las vidas no valen lo mismo.

Mi propio trabajo en turismo me ha hecho seguir mucho más de lo que me habría gustado la evolución de la epidemia mundial de coronavirus. Una compañera encontró en Internet un mapa que contabiliza los infectados, medicalizados y muertos en cada país de todo el mundo. Una herramienta tan impresionante como del demonio. Números sin caras, vidas sin nombre. Y la desesperación hacia el incremento diario. La angustia, la incertidumbre, el miedo. El olvido, también, de muchos otros problemas.

A pesar de ser consciente de que, en cierto modo, cada persona tiene la elección de salirse del juego mediático, aunque no siempre se dan cuenta de ello o lo ignoran intencionadamente (me incluyo), no puedo evitar sentir un halo de preocupación hacia las consecuencias psicológicas de este bombardeo continuo. Y, hoy por hoy, no tengo solución global. Supongo que porque es una cuestión personal, con el ataque extra y en la frente por parte de la expansión y dominación de las redes sociales, que tantas ansias nos dan por mantenernos conectados, exponernos, compartir, discutir y hasta denigrar allá donde la ética y la moral no se contemplan entre la protección de la pantalla y el olvido del respeto mutuo y de que hay una persona real al otro lado. Desde luego, no obvio sus fantásticas ventajas de las que me beneficio personalmente, pero una cosa no quita la otra. Las generaciones que no encienden la televisión ni una radio física o no abren un periódico no se hallan más a salvo del «mediavirus» entre tanto interés político, empresarial, publicitario y económico. Por no hablar de la invasión de datos, de nuestros datos, de nuestros hábitos de uso y consumo, de nuestra privacidad.

Imagen de Gerd Altmann en Pixabay

Vaya desastre: al final siento como si yo misma contribuyera a propiciar un sentimiento negativo y de pavor en quien me lea. Pero no es mi intención, sino más bien invitaros a liberaros del virus mediático. Recomiendo encarecidamente buscar de manera directa y activa la información que os interese. Contrastarla entre varias fuentes. No juzgar a otras personas a la primera de cambio, recordar que hay un ser humano con su propia realidad tras cada palabra. No dejarse perder entre publicaciones y dramas en bucle. Controlar los datos que se consumen e incluso influir en las conversaciones a vuestro alrededor si os resultan repetitivas y tóxicas. Y desconectar sin miedo al «no saber». De lo que tengáis que enteraros, os enteraréis inevitablemente.

La oscuridad después de dar a luz

De manera ineludible a raíz de la edad, me voy rodeando de mamás. También de no-mamás, que dejaré para otro merecido artículo. La proporción a mi alrededor sin niños es aún más abundante que la que los tiene y, dentro de esta, hay mamás muy cercanas a mí, es decir, amigas encontradas antes de ser mamás, o mujeres que me cruzo directamente siéndolo y entran a formar parte de mis círculos de reunión social.

Imagen de mcmurryjulie en Pixabay

Sin ánimo de ser cotilla ni entrometerme, me gusta conocer sus impresiones, cómo lo viven, qué sienten. Todo lo que quieran contarme, básicamente. Y detecto en general un halo de sentimientos encontrados. Muchísimo amor (no siempre apabullante e innato como nos lo vende Hollywood desde el principio, durante el cual hay personas que han de acostumbrarse a esa nueva criaturita ocupando todo su espacio mental y físico sin saber muy bien cómo sentirse hacia ella), un vuelco radical en sus vidas, un camino sin retorno repleto de maravillas y, muchas veces, de otras sensaciones no tan agradables.

La primera referencia que tengo es la de mi madre, que no recuerda mayores molestias ni físicas ni psicológicas, lo cual admito que me tranquiliza pensando en que me puede ir igual cuando me toque, al menos por genética. No sé si es por su época, exenta de tanto boom emocional, libros de auto-ayuda y dietas-milagro; los tremendos cambios de una generación a otra o que simplemente hay gente que lo vive así. Imagino que un poco de cada.

Hace poco me planteaba si nuestra generación se encuentra más afectada por el deseo propio de experimentación existencial, la mayor sensación de «carga» a la hora de entrar en el juego de la reproducción, la tardanza en llegar a esa vida estable, tanto sentimental como económicamente, como para tener hijos (los que quieren tenerlos), acentuada por la inestabilidad laboral y la búsqueda de nosotras mismas, de nuestro lugar en el mundo, del éxito profesional, social, etc. E incluso aspectos más precisos que he oído como el miedo al parto, entre otros que fomentan las dudas en las mujeres y retrasan el momento. Mi conclusión es que sí, que todo esto influye.

No sé cómo me va a ir a mí, pero veo experiencias tan preciosas como duras. Para empezar, la brutal transformación del cuerpo, las dificultades para volver a sentirse bien con una misma físicamente y la lucha interna abrazada a la resignación en los primeros meses de crianza para recordarse que ha merecido la pena y que una está ahí por y para su hijo hasta que llegue el momento de poder centrarse un poco más en sí misma. Una amiga mía ganó veinte kilos durante su embarazo. Otra me contaba ayer mismo que había ganado quince, que durante los primeros seis meses no podía hacer ejercicio a causa de las repercusiones de la cesárea que hubo de tener y, lo que más me conmovió, lo mal que se sentía consigo misma, inevitablemente comparando su cuerpo de ahora con el de antes. Sensación que se le quitaba al mirar a su hijo, ahora de unos cuatro meses. Pero que está ahí, agazapada.

La soledad, la exclusión de ciertos círculos, el paso de «mujer» a «madre» como si no se fuera nada más, la pérdida de la libertad personal. Y otras muchas cosas que dan respeto, que se manifiestan de diferentes maneras y que, en muchas ocasiones, no se comparten por miedo a la crítica, al rechazo y prejuicio social o directamente por la falta de alguien con quien expresarse. Y sin que te digan «sabías en lo que te metías» como si no tuvieras derecho a exteriorizar tus sentimientos como en cualquier otro ámbito de la vida.

Creo que cada maternidad es única y no necesariamente pasa por las mismas experiencias que otras. Estoy segura de que habrá madres que se paseen por sus crianzas prácticamente como por su casa. Pero lo que venía yo hoy a comentar por aquí y en relación con el otro lado de la moneda es que me llama la atención no ver, quizá por desconocimiento, más plataformas de apoyo a las madres, más recursos para atender a las mujeres y a sus posibles síntomas post-parto, más espacios donde conocer a otras madres y maternidades y recibir apoyo y comprensión en caso necesario. ¿Por qué a menudo consiste en un camino a emprender en privado y con toda la responsabilidad emocional concentrada en una misma, en uno de los picos hormonales más relevantes en la vida de una mujer?

Afortunadamente, siento que cada vez es menos tabú hablar en público de estos temas, lo cual creo que es sano para compartir y sentirse más acompañada. En este sentido, me he hecho fan de un nuevo canal de Youtube llamado, de manera muy acertada, «Desmadradas», a través del cual dos madres («entre muchas otras cosas» como mencionan en su canción de entrada) comentan sus experiencias sin tapujos y «sin culpa» (como mencionan en su cancioncilla de despedida). Me parecen muy valientes porque se han lanzado a abrir sus fueros internos a los cuatro vientos a pesar de las posibles críticas. Desde mi punto de vista, un@ debe escucharles con la mente abierta, entendiendo que son sus vivencias expuestas para información y apoyo de quienes así lo perciban y necesiten. Creo que no todo el mundo está preparado para escucharlas porque pronuncian alto y claro sus procesos emocionales dolorosos y conflictivos en relación con su maternidad, y es fácil olvidar que el título del canal es «Desmadradas», es decir, que se trata de desmadrarse, de desahogarse, de expresarse, de soltar, de destripar y poner las entrañas sobre la mesa, por encima de haters y de feedbacks escandalizados. No obstante, no les falta un tono desenfadado, reflexivo y argumentado. Para escuchar las lindezas de la maternidad, mejor buscar otros canales.

No puedo negarlo: me enorgullece el coraje de cualquier persona dispuesta a hablar de temas polémicos (más por las sensibilidades hacia ellos que porque se busque generar polémica) sin miedo, que no sin reparo y respeto, hacia la respuesta que pueda recibir porque, si no, no hacemos nada. Hoy en día, digas lo que digas siempre va a haber alguien que se ofenda. Y a mí me merece la pena disfrutar de sus conversaciones. Opino que cuando un@ se aleja de su visión particular, del afán de posicionarse, de querer estar de acuerdo o en desacuerdo con algo, se abre a un debate saludable y a un universo amplio y rico en perspectivas y aprendizaje. Qué tontería perderse esto por pura cabezonería y egocentrismo, ¿no?

Décimo aniversario de María dixit

Hace diez años que abrí este blog. Se dice pronto. Inicialmente la URL era «lastvacaciones.wordpress.com» porque pensaba que solo me duraría el verano entre el fin de la universidad y el resto de mi vida. Pero claramente duró más, aunque me he dado cuenta de que en 2019 no publiqué más que un post. Ahí seguimos. Si tenemos en cuenta que creé otro blog en noviembre de 2018 con el objetivo de auto-explorarme profesionalmente en el que he publicado 9 entradas, no he estado tan desaparecida del mundo bloguero (ACTUALIZACIÓN: estas 9 entradas forman parte de este mismo blog).

He releído por encima mis primeras publicaciones. Tenía 21 años. Tierna edad. Sin miedos, sin tapujos, con la naturalidad y espontaneidad maravillosas de la etapa post-adolescente, con la seguridad en sí misma característica de quien se cree y, sobre el papel, es adulta. Y, como debe ser, le queda tanto por aprender. Sin prisa pero sin pausa, experimentando, viviendo, reflexionando, sufriendo, riendo, haciendo amigos rápidamente, y luego más lentamente.

He contado las entradas publicadas por año. Resultado:

  • 2010 -> 266
  • 2011 -> 163
  • 2012 -> 54
  • 2013 -> 30
  • 2014 -> 32
  • 2015 -> 28
  • 2016 -> 4
  • 2017 -> 3
  • 2018 -> 3
  • 2019 -> 1

Me impresiona el comienzo: 266 publicaciones, y en medio año en realidad, en concreto desde el 13 de junio de 2010. Pura adicción a la escritura, o al relato personal para ser más específicos. Escritura como terapia, terapia de vida, análisis, aplicación de consciencia, lucha contra el olvido de los detalles y las experiencias.

Siempre he dicho que lo que me hace no abandonar del todo este blog, por poco que escriba, es el hecho de que no es temático. Va exactamente de lo que a mí me apetezca, me conmueva, me preocupe, me inspire en cada momento. Cada publicación es un «venazo», un ramalazo de inquietud, un subidón de «me ha entrado esto en la cabeza y hasta que no lo suelte sobre las teclas, no me aguanto».

Entonces, ¿por qué he escrito cada vez menos? Seguramente por una pintoresca variedad de motivos y excusas. Pereza, falta de inspiración, decaída de la visión de relevancia sobre mis propios temas e inquietudes. Pensar que no es tan importante, dinamitar el interés, entretenerme con otras cosas. El cansancio por la cotidianidad. La pérdida de un hábito. La supremacía de otras actividades. El Netflix. El crecimiento de mi compromiso hacia mis diarios personales en papel desde que en 2012 mi madre me regalara una agenda de Paulo Coelho que me pareció tan bonita que no quise usarla para los típicos apuntes de una agenda anual, sino como diario. La lentitud olvidada y sufrida en carne propia en este preciso momento de mi ordenador, que toma hasta 10 segundos para mostrarme cada frase que redacto, periodo eterno cuando una siente que está escribiendo a ciegas sin la garantía de que las frases van a aparecer.

Marsella. Imagen de María González Amarillo

Razones que se unen a la firme convicción de que no quiero crearme una necesidad obsesiva y agobiante, quiero escucharme cada vez más y atender a mi propio deseo y apetencia independientemente de lo que creo que está bien o mal, fuera de compromisos y culpas. Por supuesto, las experiencias y logros más satisfactorios son los que cuestan más tiempo y esfuerzo, pero no me hallo ya en ese punto con mi blog. ¿Me gustaría escribir más? Sí. ¿Cada vez que escribo disfruto de la sensación de dejar mis dedos expresar libremente mi alma y pienso que debería volver a una continuidad? Sí. Pero luego se me vuelve a escapar entre esos mismos dedos a raíz de todas las circunstancias mencionadas arriba, y hace tiempo que opté por hacer caso a lo que me pida el cuerpo en este sentido. Por todo eso, no me fuerzo. Para no estresarme gratuitamente, para no cogerle manía al escribir, para mantener esta actividad en el pedestal en que la tengo. Para sorprenderme a mí misma con mi propio carácter impredecible a la hora de atacar el editor de WordPress.

Sea como sea, aquí estoy, tras diez años de Maria dixit. Una década en la cual he acabado mis estudios de periodismo + CAV, los he redondeado con un máster en marketing y un posgrado de empresariales y he vivido en cuatro países aparte de España. Se podría decir que esa es mi ficha técnica, la parte profesional y geográfica. Ya describir el plano emocional, desarrollar un diagnóstico en profundidad llevaría mucho más tiempo. Supongo que podemos remitirnos más o menos a lo que he ido escribiendo, aunque por supuesto haya muchísimo más no plasmado aquí. Lo resumiré en que he crecido, me siento bien con la persona que soy hoy en día y estoy entusiasmada por seguir cultivando esa persona, hoy de 31 años. Una etiqueta más esto de la edad, que dice mucho y nada de cada uno. Supongo que concuerda con la atención que le sigo prestando al paso del tiempo. Pero no hoy. Para bien o para mal, me voy a centrar en el presente, que para eso acabo de empezar un libro sobre el mindfulness.

El presente se ofrece tranquilo, beneficiándome del sistema francés, que me permite cobrar buena parte del salario sin trabajar desde hace unas tres semanas, tras haber pasado más de dos meses frenéticos gestionando, junto con otras compañeras, la atención al cliente en la empresa turística en la que trabajo desde hace un año y dos meses. Frenéticos, sí, pero desde casa, lo cual marca una diferencia apabullante teniendo en cuenta que antes del confinamiento empleaba entre dos y tres horas al día de ida y vuelta de la oficina. Me siento muy, muy afortunada de contar con mis ventajas actuales, de no preocuparme el no trabajar con la confianza de que volveré a ese mundo en cualquier momento, de haber ganado tiempo. Tiempo, un bien precioso, un bien redescubierto y atesorado con gran cariño desde el 16 de marzo de 2020.

Cierta culpa se asoma porque soy consciente de que mucha gente lo ha pasado y lo está pasando mal, han perdido seres queridos y/o trabajos, se encuentran en dificultades. Dejo correr por mis venas y mi corazón la empatía y compasión que siento por ellos… Y luego vuelvo a mí, porque al fin y al cabo yo soy mi mundo más cercano, lo único que puedo gestionar, y no quiero avergonzarme ni andar con miedo a la hora de expresarlo y compartirlo con otros, entre los cuales varios estarán experimentando algo parecido. Algo parecido al alivio, la alegría, el regocijo ante este parón que nos ha dejado a todos paralizados, confusos ante una nueva e inesperada realidad, que nos ha hecho encontrarnos con otras partes de nosotros mismos, que nos ha hecho reflexionar y llegar a disfrutar de lo que estaba ahí, sepultado por las obligaciones y el adormilamiento de la rutina y las responsabilidades.

Marsella. Imagen de María González Amarillo

No he experimentado propiamente miedo hacia el causante de la epidemia mundial, el Covid-19. Quizá por mi seguridad innata hacia que todo irá bien, sea como sea, o por mi cuerpo acostumbrado a no ponerse malo, o por el rechazo a permanecer al corriente de las noticias que los medios deciden mostrarnos día tras día, de la mano del tremendismo y del pánico. Vivo mejor enterándose de lo mínimo e indispensable. La sociedad se asegurará de que no me pierda lo más gordo. Tal vez ayude también la tranquilidad que me inspiran mis padres, pertenecientes al ámbito médico y, también, sin miedo. Cosa que es diferente de ser imprudentes y que no es el debate aquí y ahora de todas formas pero por aclararlo. La conciencia de que, aunque la perspectiva de la muerte me deje helada y como un pato mareado, vacía, perdida y hasta en ocasiones aterrorizada… la convicción de que la muerte y la vida son uno, van de la mano, y necesito aprender a vivir en armonía con esa relación natural, esa mezcla de fenómenos ineludibles.

Volviendo al plano terrenal: llevo 12 días cumpliendo con las rutinas deportivas de la entrenadora del canal «Siéntete joven». Estoy convencida de que cada cual habrá encontrado sus coaches y truquitos para intentar cumplir con esa auto-exigencia, bendita y maldita, del ejercicio. Recomendada, su calendario mensual me tiene maravillada, con lo que me gusta a mí una cosa bien organizada.

He leído, otra de esas actividades con el listón muy alto en mi repertorio emocional y a la que no dedico tanto tiempo como me gustaría. Otra auto-exigencia a mirarse… para más adelante, que ahora sí que tengo tiempo para ello. Me he leído dos libros en francés (Toutes ces choses qu’on ne s’est pas dites, de Marc Levy; y Les jolis garçons, de Delphine de Vigan), Cómo hacer que te pasen cosas buenas, de Marían Rojas Estapé; Historias de diván, de Gabriel Rolón; y la novela La madre de Frankestein, de Almudena Grandes. Estoy como una niña con un juguete nuevo, emocionada perdida ante esta súbita sobredosis de lectura en los últimos tres meses. Ah, y el borrador de un amigo en proceso de convertirse en un producto comercial que me ha aportado una mini-experiencia como revisora de un texto, lo cual me ha hecho reflexionar sobre la profesión de editor. Ahí se ha quedado el planteamiento, porque este kitkat existencial que ha sido el confinamiento me ha motivado a meterme de lleno en otro proyecto profesional, o mejor, de aprendizaje al que dedicaré el siguiente párrafo.

Imagen de Gordon Johnson en Pixabay 

Voy a estudiar psicología. La carrera de psicología. Es una idea que me ha rondado por la cabeza cada cierto tiempo e incluso antes de haber elegido periodismo y comunicación audiovisual a los 18 años, y me he dicho que ya bastaba de seguir dejándolo como una mera proyección apasionada y bohemia. He aprovechado parte de la libertad de movimiento (de acuerdo con las condiciones sanitarias, claro) que la pausa laboral me ha cedido para gestionar el papeleo tras haber tomado la decisión. Obviamente (para mí), ha de ser a distancia y en español, a compaginar con mi trabajo actual en Francia, que sigue siendo la prioridad. Esta misma semana me he matriculado de mis primeras dos asignaturas a estudiar para el cuatrimestre que comienza en septiembre. De los nervios me pongo cuando lo pienso, acompañados de mucha ilusión y de la intención de, por encima de todo, aprender y disfrutar. No tengo necesidad a estas alturas de meterme de lleno en la mentalidad propiamente estudiantil, no necesito esto para sobrevivir, es una decisión personal para favorecer mi auto-conocimiento, crecimiento y desarrollo personal. Y luego ya veremos, porque naturalmente me va a llevar cerca de diez años terminarla al ser un complemento en mi vida cotidiana. Keep calm and enjoy the way. Y lo dejo aquí, porque si no me vengo arriba y no paro. Añadir para los que tengan curiosidad que he escogido la UOC: su sistema basado en la evaluación continua me atrae más que la metodología de estudio a muerte y examen tipo test de la UNED (según he investigado).

He disfrutado de una barbaridad de tiempo con mi pareja, de más tiempo del que nunca hemos tenido en los cinco años y medio que llevamos juntos debido a la naturaleza de nuestros trabajos, con horarios opuestos. Pura vida. No voy a explicar más porque entonces tendría que contar todo nuestro recorrido como pareja, y eso me pertenece a mí, así que cierro párrafo.

Sin duda, he tenido momentos de no saber muy bien qué hacer ni cómo sentirme, de incomprensión hacia decisiones laborales tomadas por parte de otros hacia mí, de inquietud hacia el futuro, de soledad, de hastío, de aburrimiento. Hasta que me he adaptado. Porque a todo se puede adaptar uno, lo creamos o no. Y sacarle provecho, aunque solo sea porque no hay más remedio, porque no queda otra, porque es lo más inteligente y sano hacia nosotros mismos. Sin que signifique que esos momentos de bajón desaparecerán sino que formarán parte del todo, pero no serán el todo. Algunos lo vivirán como yo, más bien felizmente. Otros se habrán visto puestos a prueba de manera más bestia, con menos recursos, teniendo que pedir ayuda, obligados a superar pérdidas terribles. No soy nadie para hablar más que por mí, pero sí tengo confianza en la inmensa fuerza de cada ser humano para sobreponerse a las dificultades. De una forma o de otra, seguiremos adelante.

Psicología, ¿cuándo serás mía?

Para quien no lo conozca, el título de esta publicación está inspirado en una broma típica del presentador del concurso de preguntas Ahora Caigo, Arturo Valls, que aprovecha cada palabra de fonética similar a la de “psicología” para cantar “¿Cuándo serás mía?”, acompañado del público.

psicología

Pero esta entrada no tiene absolutamente nada que ver con dicho programa, sino con la psicología en sí. Cómo me atrae este tema, cómo me vibra algo por dentro cuando pienso en su inmensidad, sus posibilidades, su iluminación y constante investigación hacia el comportamiento humano.

A mis 18 años, la idea de estudiar psicología, si es que existía en mi cabeza, se encontraba brutalmente sepultada por la indecisión y la tendencia “cómoda” hacia el periodismo al gustarme escribir, leer y viajar y no agradarme las matemáticas (lo cual eliminaba de un plumazo cualquier interés en carreras de ciencias). Esta historia ya está contada, así que os dejo consultarla si no la conocéis aún: DECISIONES TOMADAS (I): PERIODISMO.

El tema es que desde que perseveré en mi decisión de estudiar periodismo, de vez en cuando, a veces con años y años de margen, me ha venido el antojo, impulso, ansia, yo-qué-sé-qué, por estudiar la carrera de psicología. O más bien la fascinación e interés hacia ella, vamos a dejarlo ahí. Y me parece un poco absurdo cuando no he abierto un libro de psicología en mi vida, o al menos de lo que yo consideraría “psicología pura”, de la idea que tengo de ella. Aparte de algunas charlas motivadoras y unos pocos libros para pensar, que no entran dentro de la concepción que tengo de este universo, cero patatero. Ahora acabo de empezar “Cómo hacer que te pasen cosas buenas” de Marián Rojas Estapé y, solo con leer los títulos del índice, ya me ha entrado la fiebre. Ese subidón que tenía enterrado, otra vez ha saltado por los aires.

¿En qué quedará? Seguramente en nada, porque por ahora no estoy proyectando más que eso: fiebrones espontáneos que se van tan rápido como llegan, aplacados por la rutina, las responsabilidades, la pereza, la falta de dedicación y de elección. El no saber si realmente quiero eso. Qué coñazo, en cierto modo, esto de tener tanta libertad a la hora de decidir algo. Más dudas te entran, sobre todo relacionándolo con el nivel de disfrute que estimas que te va a proporcionar, como si todo lo que valiera la pena en la vida no costara sudor y lágrimas en ciertos momentos.

lupa

He compartido mi inquietud con un par de amigos inmediatamente. A otra, le he preguntado con qué universidad estudia su pareja la carrera, y allá que me he metido (bendito y maldito Internet) a mirar el programa y características. No me he cansado ya pero mi impaciencia me puede. He parado, me he dado una vuelta por la casa (que fuera ya sabemos que ahora no se puede con el covid-19, a.k.a. coronavirus), me he guardado los enlaces en los favoritos del navegador (cómo me gusta crearme marcadores y organizarlos por carpetitas), me he dicho que iba a mirar todo tranquilamente y a la vez ya me ha abrumado la idea de meterme en tal aventura, el tiempo que consumiría, la lógica que tendría explorar previamente cursos o contenidos más livianos que una carrera, no vaya a ser que luego me arrepienta.

¿Hasta qué punto el arrepentimiento depende de las circunstancias o de uno mismo? Es decir, ¿puede la inseguridad momentánea abatir algo tan fuerte como una decisión bien tomada? Es decir, si uno elige con todo su ser el hacer algo, un proyecto de larga duración (o corta), no debería tambalearse la consecución del mismo si ese uno se convence de que es lo que quiere hacer a pesar de las dificultades, desencantos y expectativas, esas pequeñas traicioneras. ¿Tiene uno derecho a cambiar de gustos, de intereses? Por supuesto. ¿Podemos basar nuestra vida en ello? Creo que es posible pero se corre un alto riesgo de ser infeliz a base de no agarrarse a nada, de pasearse por la superficie sin profundizar, sin bucear hasta el fondo. Un coral inmenso perdido al primer atisbo de un tiburón (figurativamente hablando, por supuesto; hacedme el favor de salir por patas si se da el caso real).

Qué entretenido este debate. Se nota que tengo más tiempo libre medio currando desde casa en estos delicados tiempos y ahorrándome, consecuentemente, tres horas diarias de ida y vuelta a la oficina. Por fin me he terminado mi segundo libro en francésRien ne s’oppose à la nuit, de Delphine de Vigan. Una buena novela, profunda, trágica, que invita a la reflexión, la compasión, al horror a veces, a sonrisas en otras.

psicología cerebro

Leer, esa actividad que considero obligatoria (para mí misma) y de las que abandono con más facilidad. Escribir, tres cuartos de lo mismo. Me ha hecho ilusión imaginarme estudiando psicología y abriendo un nuevo blog para compartir conocimientos e impresiones. Y ayudar a gente, entenderla mejor, proporcionarles herramientas para que mejoren su calidad de vida. Encuentro este mundo realmente fascinante… cuando no entra en juego la mala práctica, el hastío, la repetición de un caso y otro y, por tanto, el aburrimiento, el que te importe menos la persona al otro lado. O que te importe demasiado y acabes herido, como llevo marcado de mi anterior trabajo en atención al cliente (no psicológica obviamente pero ese curro sí que es una terapia de choque), impotente o mosqueado durante horas al no haber podido satisfacer las necesidades de una persona. Aunque el 95%  de tus clientes acabaran contentos, cómo jodía ese 5% restante

Supongo que una carrera como la de psicología te proporcionaría herramientas para superar esos casos en los que lamentablemente no puedas “salvar” al paciente. O quizás no, y adquieres esa inmunidad sobre la marcha, con la práctica. Porque si algo aprendí tras estudiar periodismo es que no tienes ni puñetera idea de cómo funciona el mundo laboral hasta que realmente metes la cabeza en él, no importa la cantidad de clases y de estudios que hayas seguido. Al menos en el formato en el que yo estudié, época pre-grados. Última generación obteniendo licenciaturas. ¿Me hará eso un poco vieja?

He calculado que si me metía a estudiar psicología este año escogiendo la mitad de créditos cada semestre (que ya es bestia cuando se está currando, porque no es opción dejar de tener ingresos), debería tener la carrera terminada antes de los 40. Teniendo 31 años, me aturde un poco imaginarme una empresa así. Este conocido vértigo me lleva a plantearme si no debería intentar encontrar estudios intermedios, formaciones que no supongan comerme un grado sino ir “más al grano”. Y me rallo infinitamente solo pensando en tratar de investigar posibilidades y que alguna me convenza, balancear si será válida o no, si merecerá la pena, qué quiero hacer de mi vida dedicándome a eso, qué busco.

Pensamientos a borbotones rebotando de un lado a otro de esta pelota mental, entrelazándose, repeliéndose. Caos sin comienzo ni final. Pero con un núcleo a explorar, a comprobar si se limitará a encenderse y a apagarse cual mecha cada varios años mientras la vida continúa o si se materializará alguna vez antes de que me convierta en cenizas. Sea como sea, de una cosa no hay duda: será mi decisión y mi responsabilidad.

Project management, o dirección de proyectos en cristiano

Iba a continuar contando mis experiencias profesionales en la línea cronológica que estaba siguiendo pero claramente no me está funcionando al haber publicado el último post el pasado 30 de mayo, hace nada más y nada menos que medio año. Aquel día, os hablé de mi experiencia en Londres. A continuación, venía mi máster en marketing, ventas y digital business. Empecé ese post hace unos meses, de hecho. Pero ahí me quedé. No sé si lo completaré alguna vez pero en este momento me da una pereza máxima. Nunca he sido una bloguera disciplinada. Siempre he escrito por impulso o, como me gusta decirlo, “por venazo”. No se me da bien forzarme.

Y en este momento me ha entrado el venazo por hablar de una asignatura que tuve en el posgrado de dirección de empresas que hice en California (del que aún no he hablado en este blog). ¿De dónde me viene la motivación? Pues de una encuesta que hace un mes me enviaron desde la universidad en la que asistí a dicho posgrado, la UCR (Universidad de California, Riverside). Soy tan cumplida que he dejado en el Gmail el email del responsable del programa en “no leído” hasta que me he puesto por fin a responder la encuesta, ¡con lo que me molestan las cosas pendientes! Y una de las preguntas inquiere en lo que aprendí. He empezado a responder que más que aprender, principalmente reafirmé conceptos que ya conocía de comunicación y liderazgo hasta que me he acordado de una de las asignaturas trimestrales que tuve: “Dirección de Proyectos”.

project management

Una optativa. Bendita elección. La escogí porque no sabía cuál coger y me la recomendaron, no tenía ni papa de lo que me iba a encontrar. Y no solo estuvo genial por lo interesante del tema en sí sino porque el profesor era (y es) espectacularmente bueno en su forma de explicar, su honestidad, su transparencia y naturalidad, su experiencia propia como director de proyectos trasladada a la clase, su capacidad para mantener la atención de los alumnos a través de historias y casos reales.

Si en otra vida hubiera sabido sobre esta posible dedicación más joven, quizá me habría metido en ello. A aquellas alturas del cuento, con la carrera de periodismo & comunicación audiovisual, un año y medio largo trabajado en Londres en operaciones, el máster y prácticas de marketing y 25 tacos a cuestas, no me daba el interés para intentar hacer carrera en otro campo diferente de los conocidos, o los propuestos (como mi querido márketing en aquel momento).

Tampoco sé si a los 16-18 años, esa desafortunada época en la que has de decidir a qué dedicarte para el resto de tu vida (¡JÁ!), me habría llamado la atención el mundo del project management. Lo mismo da: no soy de liarme con hipótesis hacia el pasado, les faltan demasiados cabos como para creérmelas y me canso antes de llegar a montarme toda una vida paralela cual película “El Efecto Mariposa”, con sus desencadenantes y consecuencias. Porque eso es lo que necesito para visualizar otros rumbos propios, soy incapaz de decir algo como “si hubiera estudiado dirección de proyectos…”. Yo qué sé qué hubiera pasado, dónde estaría, qué andaría haciendo. No puedo, es absurdo. Es pa’ ná.

project management post-its

El caso es que un director o responsable de proyectos es una profesión a menudo de autónomo. Porque trabajas sobre proyectos, claro, y si algo los caracteriza es que tienen un principio y un final. Puede que una empresa salte de un proyecto a otro eternamente (un estudio de arquitectura, por ejemplo) pero otras no funcionan así o no todo el tiempo. El caso es que la temporalidad de los proyectos convierte a menudo al director de proyectos en un autónomo y, para bien o para mal, tengo relativamente comprobado que prefiero la comodidad y seguridad de currar para otro. Al menos mientras la opción autónoma no me compense por tiempo, dinero, falta de interés, de conocimientos o de medios y esa maraña de motivos que cuesta poco encontrar. No me quita el sueño. Claramente hay que estudiar muchísimo más para ser un pro de los proyectos que una asignatura trimestral.

Dirección de proyectos. Es realmente fascinante. Es organización pura de recursos a lo largo de un tiempo limitado para obtener los resultados que se quieren. Es un análisis de dichos recursos para realmente comprobar si los resultados son alcanzables o más fantasiosos que Papá Noel, en cuyo caso hay que bajarles los humos tanto a esos objetivos como a aquellos que los han creado. Es asesoramiento, supervisión, seguimiento. Planificación. La red del éxito. Literalmente. El sostén de los objetivos de, si no todas las empresas, muchas. Al menos de las más estrategas, de las que tienen que hacer un esfuerzo especial por sobrevivir entre sus competidores. Vale, todas deben hacer esto, pero no es lo mismo por ejemplo una consulta médica que una agencia de publicidad, o un colegio que un hotel, o cualquier servicio que tenga una clientela bastante más asegurada por su propia naturaleza que otro que dependa más de sí mismo que de las necesidades externas para venderse.

números

Lamentablemente para mí y mi falta de seguridad y experiencia en este aspecto, una parte bastante importante del project management es el manejo de los números. Obvio. Hay que saber leer y entender de manera ágil y concluyente las cifras, estadísticas, cuentas, cálculos. Cosa que me parece básica en cualquier cargo de mayor responsabilidad para el bien de una empresa que se pretenda sostenible. Hay gastos y ganancias, presupuestos y estimaciones por doquier. O debe haberlos, ¡nada como los datos y la anticipación para contar con una ventaja competitiva! Mira que me gustaría enfrentarme a ellos (a los números) e interpretarlos sin miedo, vacilarle al Excel y a sus tablas, gráficos y lo que me eche. Pero hoy por hoy no es el caso, mi tendencia tira más hacia escabullirme. Y la sapiencia en esto, como en todo, solo se consigue con práctica. Otra razón más para que aquella asignatura prevalezca como un bonito recuerdo.

Las habilidades interpersonales tienen también un enorme peso en la dirección de proyectos. Ojo, ¡no soy ninguna experta! Esta publicación está resultando en una mezcla de lo aprendido, lo recordado y lo interpretado. No es ninguna guía ni una fuente de información, sino una mezcolanza verbal de las mías. Continúo: como director de un proyecto, has de relacionarte al cien por cien con las personas implicadas en el mismo, interrogarlas, comprenderlas, sacarles punta, ganártelas. Ponerlas en su sitio cuando haga falta. Al menos eso entendí como fundamental. Debe de ser tan difícil como apasionante el hacerte hueco en una compañía a donde llegas desde fuera para coordinar a la gente sin ser su jefe. Ni siquiera el que te ha contratado es tu jefe (desde el punto de vista del project manager autónomo), pero por supuesto has de responder hacia él de tus análisis y progresos.

En fin, todo un mundo bastante curioso. ¡Qué importantísimos son los instructores a la hora de meterte el gusanillo del aprendizaje! Agradezco desde aquí su labor lectiva al profesor Michael P. Toothman, quien me impartió aquella asignatura de Project Management en la UCR. Un pepinaco de educador. Y también, descubierto más tarde por los azares del Internet, comparto mi admiración hacia Chris Croft, otro crack de formador con un porrón de cursos diversos online, uno de ellos de dirección de proyectos también. Con él, todo parece fácil de entender, aprender y poner en práctica, es una maravilla. Y es tan fan de los diagramas de Gantt que hasta ha creado su propio rap (en inglés) sobre esta herramienta gráfica de planificación.

¡Gracias, educadores apasionados del mundo!

Categorías: Aprendizaje y proyectos Etiquetas:

Mi salto al extranjero: Londres

Al no encontrar trabajo en Madrid después de graduarme de Periodismo + Comunicación Audiovisual, se me metió en la cabeza la idea de irme a Londres. Investigando por Internet con la ayuda de mi hermano mayor, di con una agencia dedicada a buscarte prácticas según tu perfil y nivel de inglés: A London.

Como es natural, mi nivel no me daba para dedicarme al periodismo (ni me lo dará nunca: hablamos de escribir como un nativo), así que acabé haciendo unas prácticas como Admissions and Customer Service Executive (Ejecutiva de Admisiones y Atención al Cliente) en Twin Group, una escuela de inglés y agencia de prácticas. Mi puesto consistía fundamentalmente en pasar las reservas de cursos o prácticas al sistema de la empresa. En menor medida, participé en otras actividades como revisar presupuestos, actualizar tarifas de servicios, traducir algún folleto o entrevistar a candidatos.

Fue una experiencia realmente iluminadora y productiva a la hora de demostrarme a mí misma que podía asimilar conceptos y procesos y ponerlos en práctica con bastante diligencia en un idioma que no era el propio. Todo esto tras los periodos de formación correspondientes y necesarios, claro.

Las comunicaciones por correo electrónico eran continuas, por lo que aquel trabajo me aportó una sólida base en la comunicación escrita en inglés profesional, que no es moco de pavo. Parece obvio cómo hay que empezar, estructurar y terminar un correo electrónico formal pero, como muchas cosas en la vida, no te sale con fluidez y confianza hasta que lo ves una y otra vez. A partir de ahí, bastante rodado :D.

inglés

Eso sí, no abrí la boca durante el primer mes de prácticas. Por muchas clases y cursos de inglés que hubiera dado desde pequeña, me costaba enterarme de lo que la gente decía y proyectar con agilidad lo que quisiera decir, y eso que la plantilla era totalmente internacional; no es que tuviera el acento puramente británico por doquier. No sabría decir cuándo empecé a soltarme, pero aún me emociona pensar en la sensación que experimenté cuando, un día cualquiera, tomé conciencia de que podía comunicarme con fluidez en inglés. Una sensación alucinante e indescriptible.

Guardo mucho cariño hacia el equipo que tuve, formado por dos portuguesas, una francesa y una polaca. Era un grupo súper colaborativo entre sí. Buenas personas, dedicadas, profesionales. Miraban por las otras, se cuidaban. Principalmente una de las portuguesas me formó en sus tareas y siempre respondió a mis múltiples preguntas con una amabilidad y sonrisa genuinas que me llegaron al alma. Aquella forma de instruirme e integrarme supuso un apoyo fantástico en medio del torrente de cambios que conllevó mi salto a Londres.

El primer mes resultó especialmente difícil. Visualizo mentalmente mi llegada a Londres en febrero de 2012 con dos maletones, nieve por doquier y tratando de orientarme y coger los medios de transporte adecuados. Pasé la primera semana con una familia inglesa a falta de disponibilidad en una residencia. Creo que me eché a llorar la primera noche. Supongo que descargué el estrés de los últimos meses de búsqueda y de incertidumbre, y de estar fuera de mi zona de confort y haber decidido embarcarme en una aventura tan dispar a lo que había vivido hasta entonces.

Durante esa semana con la familia inglesa, recibí un email de una residencia de Elephant Castle (zona medianamente céntrica pero no por ello buena y a 45 minutos en metro de mi lugar de trabajo) comunicándome que cerrarían para abril, es decir, al mes y poco. Agobio máximo. Afortunadamente, mi agencia española actuó rápido y me encontró otra residencia, sorpresa sorpresa: ¡a 15 minutos andando de mis prácticas! Una maravilla. Así que lo que pareció un contratiempo se convirtió en una gran ventaja, en un ahorro buenísimo de tiempo y dinero, lo que para mí se traduce en calidad de vida. No es lo más importante pero condiciona por completo tu rutina diaria.

Breve inciso para comentar otro trabajo que tuve a caballo entre mis últimos meses en España y primeros en Londres: redactora por cuenta propia para una empresa de formación en construcción, Forme Cefortec. Redacté los contenidos y estructuré para ellos un catálogo y también revisé y corregí los textos de su web hasta que decidí dedicarme por entero a mi vida en Londres y finiquité aquella relación laboral. Aunque corta (de unos seis meses) e intermitente, mi colaboración con ellos me motivó a crear algo desde prácticamente cero y sin apenas supervisión, potenciando mi disciplina, creatividad y autonomía. Me proporcionó un pequeño ingreso y un chute de satisfacción por la confianza puesta en mí.

Volviendo a la etapa británica, tras los primeros tres meses aproximadamente comencé a sentirme más cómoda, estable y segura de mí misma entre los conocimientos adquiridos del trabajo y de la empresa, la creación de vínculos con compañeros y amistades y, aunque parezca una tontería, empezar a llevarme comida de casa a la oficina con regularidad. Tanto por salud como por dinero, sinceramente esto último contribuye a mi bienestar personal. Oh, y por supuesto un gran punto a favor de mi auto-realización fue dejar de depender económicamente de mis padres gracias a una reducida remuneración laboral y a una beca que conseguí destinada a personas de prácticas en el extranjero (Beca Argo). Hasta esto me emocionó: nunca había recibido ninguna beca.

Sí, recuerdo el paso de mis prácticas de nueve meses como una experiencia que, si bien comenzó de forma caótica y agitada emocionalmente, se volvió agradable y confortable. Así continuaría por otro año más, con sus más y sus menos a la vez que exploraba la ciudad y su gente, ya que al cabo de las prácticas me contrataron como Operations Assistant (asistente de operaciones). Durante la temporada alta, había hecho un buen trabajo reservando excursiones y visitas a tropecientos grupos, así que este nuevo rol conllevaba más funciones de este tipo, aunque continué ayudando al equipo de Admisiones y a otros. Hasta creé una guía de operaciones con todo lo que había aprendido. Me auto-gestionaba como quería y disfrutaba de ello…

Hasta que comencé a aburrirme. O más bien a cuestionarme el tipo de labor que estaba haciendo y lo que me llenaba. La comodidad del trabajo conocido se me antojó insulsa, insuficiente, conformista. Sumado a ello, empecé a saturarme de Londres, una ciudad con mucho movimiento de personas y, consecuentemente, con relaciones a menudo perecederas. Y largos inviernos. Creo que se me quedó grande y pequeña a la vez, no me veía más allí, echaba de menos a mi familia, se me metió el gusanillo de dar otro salto por el extranjero… Una mezcolanza en un momento existencial de esos en los que te sientes perdida y estancada en la monotonía.

monotonía trabajo

Un ERE a principios del verano de 2013 me lo puso a huevo para abrir paso a un periodo de reflexión. Necesitaba analizar mi carrera y redirigir mis pasos profesionales para tratar de no ir dando tumbos de un curro a otro. Me surgió interés hacia el mundo del márketing y vi la luz al encontrar un paquete formado por un máster de márketing de la UNIR Business School de Madrid (¡qué ilusión volver a la capital!) + un posgrado en dirección de empresas en Riverside (California) + un año de permiso de trabajo en los Estados Unidos.

El verano se pasó rápido en la capital británica entre salir despavorida de unas prácticas en las que me dediqué durante dos semanas a traducir artículos de cotilleo (claramente no es lo mío) y un curso de francés al que me apunté por mantenerme activa, sin mayor pretensión. Y ahora vivo en Marsella…

En conclusión, en Londres pasé con mucha intensidad por todas las fases laborales: los retos del comienzo, la toma de control y subidón correspondiente, el periodo en la zona de confort y el decaimiento de la motivación. Aprendí nuevas tareas laborales, tecnologías y formas de hacer las cosas; adquirí capacidades profesionales y disfruté del camino del verdadero trabajo en equipo, así como experimenté los conflictos procedentes de la falta del mismo. Y quizá lo más importante: tomé conciencia de cómo la comunicación y el entendimiento entre individuos y grupos son claves para mantener un espacio de trabajo saludable.

Categorías: Aprendizaje y proyectos Etiquetas: